El vasallaje patológico del independentismo catalán a los dictados del PSOE es un fenómeno tan colosal que ha hecho falta un falso acuerdo entre Junts y los de Pedro Sánchez para que en Catalunya se inicie una especie de debate sobre la inmigración. Ruego al lector que disculpe el enrevesamiento de la frase anterior, pero la política de lo que queda de nuestro país es una cosa tan cínica y lamentable que atenta incluso contra las leyes de la sintaxis. Empecemos por lo más básico: es mentira que la agrupación de Carles Puigdemont haya llegado a un acuerdo con el PSOE en este ámbito, por el simple hecho de que las políticas migratorias se fundamentan en dos competencias (el control fronterizo y la capacidad de asimilación/expulsión de un bípedo humano) que son patrimonio del Estado. Así se ha apresurado a aclararlo Pedro Sánchez y así lo entiende cualquier persona que tenga la inteligencia superior a una ameba.

Por lo tanto, refiriéndonos a inmigración, España puede hacer ver que se coordina tanto como quiera con la Generalitat en aspectos como la detención de ilegales, los centros de internamiento de recién llegados y toda cuanta mandanga retórica. Pero por mucho que las administraciones se "coordinen" (dicho sea de paso; un verbo clásico a la hora de acabar describiendo aquello en lo que manda Madrit y acaba pagando el sufrido contribuyente catalán), la potestad migratoria de nuestro territorio es del Gobierno. Dicho de otra manera, y como incluso ha tenido la decencia de admitir Jordi Turull, el sí de los juntaires a los macrodecretos del PSOE no ha tenido ni una sola contrapartida en competencias sobre gestión de los flujos migratorios, siendo solo un "acuerdo político" (dicho sea de paso; el concepto clásico a la hora de referirse a una cesión de poder que, por medio de futuros decretos y letras pequeñas, acabará reduciéndose a la nada).

La enfermedad craneal que afecta a la sociedad catalana no se reduce al ámbito de los partidos y acaba impregnando una buena parte de nuestra sociedad. Porque se pueden debatir todas las horas que se quiera sobre inmigración, delincuencia y su tía en patinete; pero discutir sobre este asunto específico (así pasa también con la defensa y la seguridad en general) desde un colectivo que no controla su territorio deriva en pura cháchara. Por lo tanto, si nos ponemos estrictos y para ir resumiendo, lo que vivimos la semana pasada se podría titular "un no debate sobre inmigración a raíz de un no acuerdo sobre inmigración". Eso no quiere decir que los catalanes, insisto, tengamos todo el derecho del mundo a improvisar una radiografía sobre el impacto o el enriquecimiento que los recién llegados comportan en nuestra historia reciente. Pero, como el lector habrá comprobado, el no debate de estos días va por caminos muy diferentes.

El ruido verbal sobre la inmigración se ha limitado a un choque de trenes estúpido entre posiciones directamente racistas y o de una ingenuidad proverbial

De hecho, el independentismo ha caído en la enésima trampa del PSOE, no solo porque Sánchez haya conseguido nuevamente el apoyo de Puigdemont "a cambio de nada", sino porque el ruido verbal sobre la inmigración se ha limitado a un choque de trenes estúpido entre posiciones directamente racistas y o de una ingenuidad proverbial. No hacía falta ser un gran futurólogo para ver como Junts acabaría comprando las tesis de Sílvia Orriols en el ámbito de los recién llegados como un arma de distracción masiva mientras, bajo mano, sigue apuntalando el régimen del 78. Sin embargo, tengo que confesar que me ha sorprendido que al pobre Jordi Turull no le hayan preparado un simple PowerPoint sobre el tema en cuestión y se haya limitado a hablar de inmigración como el cuñado navideño, vinculando de una manera del todo analfabeta y falsaria la reincidencia criminal con los recién llegados por el simple hecho de que se lo dicen algunos de sus alcaldes.

De hecho, tampoco hacía falta ser ningún genio del futurismo para ver como el discurso de Orriols ya lo habían promovido los propios convergentes, no solo permitiendo que alcanzara la alcaldía de Ripoll, sino promocionándola en las pseudotelevisiones que todavía mantenían hace meses. Por otro lado, como también era de esperar, la secta progre de la tribu ha aprovechado el oportunismo juntaire para destapar su espíritu multiculti de los años noventa. Así hacía recientemente Ada Colau, equiparando el discurso de Junts al de Vox en nombre de una supuesta (y notoriamente falsa) España diversa que, como han manifestado sobradamente los comunes en su periplo descatalanizador de Barcelona, siempre acaba buscando abrigo en el centralismo madrileño. En el fondo, con esto de la inmigración se manifiesta a la perfección como los políticos del país intentan meternos de nuevo (e infructuosamente) en los debates de cuando el autonomismo todavía gozaba de prestigio.

Afortunadamente, el electorado independentista vive mucho más en guardia que hace cinco años y ya no se traga el alarmismo juntaire ni la ética convivencial del Foro Universal de las Culturas. Al primer aspecto se le vence con un dato la mar de simple: no hay ninguna relación entre delincuencia y recién llegados en Catalunya. Al segundo, con una notoria constatación política: cuando los españoles nos acusan de poco diversos y de falta de espíritu acogedor lo que quieren, en definitiva, es que dejemos de tener la puta manía de querer ser catalanes. Todo muy fácil. Todo muy aburrido. Lo único importante es que, por mucho que les pese a todos, nosotros seguimos en guardia.