El mundo se ha girado definitivamente del revés. Ya hace décadas que los maestros se quejan de la poca solidaridad que manifiestan los padres de los alumnos que tienen en las aulas. La merma de autoridad que esa actitud ha generado en la profesión más importante y delicada ha sido denunciada en cualquier foro educativo con arrebatos de dignidad y reclamaciones a los poderes públicos para que le pusieran remedio. Fue así como, en la última vuelta de tuerca al suicidio de la profesión, se anunció en un cierto momento que los maestros pasaban a estar jurídicamente encuadrados en la categoría de autoridad, y que, en consecuencia, atentar contra ellos era como hacerlo contra un policía. Dime de lo que alardeas y te diré lo que careces, fue ese el primer escalón hacia la desconsideración que se ha manifestado de la manera más cruda hace unos días, cuando padres y profesores de unos niños gritones y maleducados han sido capaces de alinearse con estos últimos contra el interventor que decidió expulsarlos por insoportables y, añádase, por no llevar la mascarilla puesta en el interior del tren, algo que todavía es preceptivo.

Los niños, que serán maleducados pero no tontos, no solo han dejado en entredicho de forma clamorosa la labor pedagógica de sus maestros y la capacidad de sus padres para recordarles quién manda en casa y qué consecuencias tiene la desobediencia. Los niños además han utilizado este suceso para aprender varias cosas y ninguna de ellas, buenas.

Ser niño no es una patente de corso para la barbarie o para la mala educación o, sencillamente, para la desobediencia

Siendo justificados por padres y profesores, en primer lugar los niños han absorbido una idea confusa del respeto a los demás. Ya sea porque nadie se lo explicó, ya sea porque alguien se lo explicó mal, están convencidos de que hacer lo que a uno le viene en gana es una ley. Tal vez han vivido en uno de esos tóxicos entornos en los que se afirman barbaridades como “ya aprenderá a leer cuando le apetezca“, o “a la escuela se va a ser feliz“, y por tanto, si en el tren me divierto gritando, lanzando objetos al aire o empujando a mis compañeros para que caigan sobre otros viajeros, pues adelante. La frase de padres y maestros indignados, estoy convencida, habrá sido “son niños", y aunque no se pueda esperar el mismo comportamiento de un preadolescente que de un ejecutivo con maletín (a pesar de que también estos de vez en cuando se olvidan que sus conversaciones telefónicas no interesan al resto de ocupantes del vagón), ser niño no es una patente de corso para la barbarie, o para la mala educación, o sencillamente para la desobediencia. Hay niños obedientes y otros que no lo son. Y si la razón de esta diferencia está en el nivel de exposición a las pantallas del segundo grupo, tal condición es responsabilidad directa de alguien. ¿O no?

La segunda lección que los niños han aprendido en ese tren del que fueron expulsados, es que la ley no está para cumplirla, sino para infringirla, y, además, sin consecuencias. Padres y maestros han dejado, a la vez y quizá para siempre para esos niños concretos, de ser autoridad. Cuando decidieron arrogarse la defensa de los niños frente a la sanción impuesta, estos aprendieron no tanto que lo que hicieron estaba bien, sino que las reglas no están para ser cumplidas y que, por tanto, en otra ocasión, ellos ya crecidos, podrán quejarse frente a quienes los amonesten. Y eso, sin razonamiento y sin legitimidad, es sin duda un peligro. Recuerdo una ocasión en la que un sujeto crecidito que iba en mi mismo tren se enfrentó al revisor por no querer ponerse la mascarilla. Eran tiempos de pandemia. Con independencia de valorar positivamente o no la medida, a la salida del vagón le esperaba la policía para ponerle una multa. No sé si al final, con toda la inoperancia jurídica de Pedro Sánchez en la gestión de las sanciones de aquel tiempo, la multa le fue anulada, pero para empezar tuvo que aprender en propia carne que saltarse las reglas tiene consecuencias, conocimiento este absolutamente necesario cuando se está empezando a construir la personalidad.

Tras conocer casos como este, es mucho más fácil entender qué clase de fauna política nos gobierna y la dificultad para confiar en que la siguiente generación la mejore.