La historia no se repite, pero a veces parece empeñarse en enviarnos advertencias disfrazadas de metáforas. Lo que hoy sucede en España guarda una inquietante similitud con los momentos crepusculares del Imperio romano, cuando el poder, rodeado de aduladores y desconectado del mundo real, se convenció de que podía seguir tocando música mientras la estructura que lo sostenía comenzaba a arder. La acumulación de causas de corrupción que cercan a Pedro Sánchez, la detención de los miembros de la organización Hirurok, las derivadas del caso Plus Ultra, los casos de acoso sexual protagonizados por altos cargos del PSOE y la condena del fiscal general del Estado no constituyen episodios aislados, sino síntomas de un deterioro institucional que ya no puede ocultarse bajo el barniz de la normalidad política.

La detención de los miembros de la organización Hirurok resulta especialmente reveladora porque ha permitido observar, sin filtros ni intermediarios, la forma en que determinadas decisiones se toman en los espacios donde el poder opera con mayor opacidad. El audio en el que una de sus integrantes afirma que estos asuntos se gestionaban con Santos, Bolaños y García Ortiz adquiere una dimensión especialmente inquietante cuando se confronta con un pasaje de la sentencia del Tribunal Supremo que condenó al fiscal general: “el acusado, o una persona de su entorno inmediato y con su conocimiento y aceptación”. La convergencia entre ambos elementos no es anecdótica: conecta una condena judicial firme por corrupción institucional con una investigación en curso que apunta directamente al núcleo del poder político.

El caso Plus Ultra, durante años presentado como una intervención técnica en defensa de la economía, emerge hoy como otro síntoma de la misma patología: decisiones públicas que, lejos de responder al interés general, parecen guiadas por intereses particulares, lealtades partidistas o compromisos nunca transparentados. A ello se suman los casos de acoso sexual atribuidos a altos cargos del PSOE, moralmente intolerables y políticamente reveladores de una cultura interna que no solo no corrige las conductas inaceptables, sino que las tolera bajo un clima de impunidad. En su conjunto, estos episodios dibujan un ecosistema político profundamente degradado, donde la responsabilidad pública ha quedado subordinada a la mera lógica de conservación del poder.

La situación recuerda inevitablemente a Nerón. No al personaje caricaturesco de los manuales escolares, sino al descrito por Tácito: un gobernante atrapado en su propio relato, rodeado de aduladores incapaces de contradecirlo y ajeno a la realidad que ardía bajo sus pies. El incendio de Roma no fue solo una tragedia urbana, sino el símbolo de un poder desconectado, sostenido por un aparato propagandístico más preocupado por preservar la imagen del emperador que por afrontar los hechos. Ese es el paralelismo inquietante con la España actual.

Lo que predomina es la obstinación en sostener el relato oficial y la negativa sistemática a admitir evidencias que, en cualquier democracia madura, habrían provocado un auténtico terremoto político

Porque hoy el poder no está siendo abandonado por los medios, sino activamente encubierto. La idea de que el manto mediático que protege a Sánchez se esté resquebrajando es errónea. Lo que observamos es lo contrario: ese manto funciona como la orquesta del Titanic, interpretando melodías de normalidad mientras el barco hace agua por todos los costados. No hay rectificación, ni reacción crítica acorde con la gravedad de los hechos, ni siquiera una distancia analítica mínima. La izquierda institucional se limita a reclamar cambios retóricos cuando podría impulsarlos desde la honestidad política y moral. Lo que predomina es la obstinación en sostener el relato oficial y la negativa sistemática a admitir evidencias que, en cualquier democracia madura, habrían provocado un auténtico terremoto político.

Este comportamiento no se explica solo por afinidad ideológica ni por el temor a la extrema derecha. Existen dependencias económicas, vínculos institucionales, servidumbres adquiridas y, sobre todo, una ceguera inducida por la proximidad al poder que impide ver el incendio incluso cuando el humo ya invade las redacciones. Como en el Titanic, la música no suena para tranquilizar a los pasajeros, sino para evitar oír lo que el silencio revelaría.

Pero la realidad, como la historia, es implacable. Cuando los hechos se acumulan de forma simultánea —las recientes detenciones, los audios comprometedores, la implicación del entorno presidencial, la condena de García Ortiz, las ramificaciones de Plus Ultra y los escándalos de acoso sexual—, el incendio deja de ser un episodio aislado y se convierte en un síntoma sistémico. Y cuando el sistema político responde no corrigiendo, sino protegiendo al responsable, la degradación institucional se acelera.

Eso fue exactamente lo que ocurrió en Roma. El emperador no cayó por una rebelión súbita ni por un despertar moral de las élites, sino porque la ficción política dejó de ser sostenible incluso para quienes la fabricaban. Cuando la distancia entre el relato y la realidad se vuelve insalvable, la estructura colapsa: las instituciones pierden autoridad, los aliados se vuelven temerosos, los medios ya no pueden sostener una narrativa única y el poder queda desnudo ante los hechos.

España aún no ha llegado a ese punto, pero avanza peligrosamente hacia él. La acumulación de causas que rodean al Gobierno no puede seguir presentándose como una suma de anomalías aisladas ni neutralizarse mediante estrategias comunicativas cada vez menos creíbles. Tampoco resulta aceptable invocar de forma cínica el argumento del lawfare, porque lo que hoy afecta al PSOE no guarda relación alguna con las prácticas que ese mismo partido impulsó contra sus adversarios políticos. Lo que está en juego es algo más profundo: la recuperación de la independencia efectiva de las instituciones, la capacidad crítica de la sociedad civil y la claridad moral imprescindible para que una democracia siga siéndolo.

Por eso, la cuestión central no es si Pedro Sánchez puede permanecer en la Moncloa unas semanas, unos meses o unos años más. La pregunta relevante es si el Estado puede permitirse que el deterioro institucional continúe sin que nadie se atreva a detenerlo. Una democracia no se corrige sola ni se repara con gestos simbólicos, cambios cosméticos o ajustes administrativos. Requiere un compromiso profundo, sostenido y honesto con la regeneración de sus propios fundamentos.

La regeneración democrática no puede ser un eslogan ni una estrategia electoral. Es un imperativo histórico. Implica reconstruir la ética pública; restaurar la independencia de las instituciones; poner fin a la confusión entre partido, persona y Estado; proteger a quienes denuncian; sancionar a quienes abusan del poder, y reconstruir la confianza cívica desde los cimientos. Significa impedir que cualquier gobernante vuelva a utilizar la maquinaria institucional como una prolongación de su aparato partidista. Significa, en definitiva, reafirmar que el poder público existe para servir al país, no para servirse de él.

Roma cayó cuando dejó de corregirse a sí misma. No cuando ardieron sus edificios, sino cuando quienes tenían la obligación de apagar el incendio optaron por negarlo. El colapso no fue un accidente histórico, sino la consecuencia lógica de una cadena de renuncias a la verdad, a la responsabilidad y al control del abuso de poder.

El Estado español aún está a tiempo de evitar ese destino, pero ese margen no es infinito ni automático. Cada día de inacción normaliza la degradación y la hace más profunda y difícil de revertir. La regeneración exige decisiones concretas, responsabilidades asumidas y límites claros. Nada de ello es radical ni excepcional: es el mínimo exigible en una democracia que aspire a sobrevivir.

El problema ya no es un gobernante ni la duración de su mandato. El problema es si las instituciones están dispuestas a corregirse a tiempo o si seguirán tocando música mientras el incendio avanza. Porque, cuando el poder se niega a mirarse al espejo, no cae solo un gobierno: cae la credibilidad del Estado, la autoridad de la ley y la idea misma de democracia.

La historia no avisa dos veces. Y cuando lo hace, no espera.