Soy de una generación que se crio con la falsa sensación que todo era posible. Me di cuenta por primera vez cuando una saeta en llamas me pasó por encima de la cabeza mientras una orquesta reseguía su curso aguantando el quinto tono de una fanfarria brillante, hasta obrar el milagro de clavar la tónica con la ilusión de la flecha cayendo justo en medio del pebetero olímpico (fijaos si fue estrambótico, que el proyectil ardiente lo había disparado un cojo con nombre de camarero; eran otros tiempos y a las personas con discapacidades físicas las llamábamos así). Yo soy hijo de aquella ilusión de bonanza perpetua, de la primera gestación (más exitosa) de El món ens mira, de un tiempo en que los independentistas eran cuatro peludos a quienes las autoridades habían santamente enchironado para que no tocaran los cojones durante la fiesta. Precarios y burnouts del país; cuando era pequeño, la felicidad existía.

En aquel momento, qué queréis, desconocía el carácter político de los sentimientos y no sabía que bajo aquella musculatura de felicidad se escondía mucha pornografía ideológica. Ignoraba, ciertamente, que la inauguración de los Juegos estaba tejiendo una performance impecable de sumisión para acordarnos de que Catalunya tenía que ser una tierra donde la sardana conviviera amistosamente con el flamenco, un lugar donde cuando el rey Juan Carlos I entrara al estadio los socialistas apretarían el play de Els Segadors para evitar silbidos y en el que, como hecho más importante, el alcalde Maragall acabaría de sellar la Transición española recordando al mundo que el Estadio Olímpico donde celebrábamos la orgía invocaba el nombre de un president de la Generalitat asesinado, todo con un conseguidor falangista a pocos metros de distancia. De todo eso, ni puta idea, porque cuando yo era crío la única ocupación de la tribu era sonreír.

La ambición volverá, de eso no tengo ninguna duda. No tendremos que disfrazar nuestra lucha de festividades y, a la hora de poner nuestras ilusiones en manos de los líderes, desconfiaremos mucho más de que nos tomen el pelo.

Cuando pienso en los Juegos recuerdo este paraíso donde todo podía hacerse. No importa que el deseo de absoluto fuera una pamema, porque la ética de los catalanes (a falta de un Estado y de muchos misiles para imponer los intereses propios en el mundo) consistía en creernos que trabajando todo se arregla y que poderoso caballero es Don Dinero. Curiosamente, después de treinta años y pasado el procés (un acceso de fiebre igualmente olímpico, con unas manifas televisadas la mar de efectivas), me encuentro viviendo un tiempo y un país donde la ilusión que manda es la imposibilidad de cualquier cosa. Efectivamente, hoy la política catalana es un lugar grisáceo donde el Govern celebra como un hito la simple existencia de una mesa de debate con los funcionarios madrileños; nuestros administradores son gente que no hace ruido, preocupados por tener poca iniciativa o, en todo caso, por perpetrar su trabajo a la sordina. En resumen, un país donde la única divisa es que nada es posible.

Escribía que la depresión de este año, por fortuna, también es una ilusión. Que un país madure también implica que se sienta activo sin la necesidad de faustos y jaranas de impacto planetario. Y es evidente que aquí tenemos gente que, como decía el ironista gallego, hace cosas. La diferencia entre estados anímicos, no obstante, radica en el hecho de que el entusiasmo olímpico cuando menos consiguió enorgullecérsenos el espíritu y llegar a hacernos creer que éramos un lugar donde valía la pena vivir, mientras, hoy por hoy, Barcelona empieza a convertirse lentamente en una ciudad de la cual los habitantes quieren huir. La vida de mi generación ha pasado del orgasmo a la desidia, de la fiesta de quererlo todo a la obligación de bajar la mirada cuando te das cuenta de que la claudicación es pauta moral. Aquella ambición era falsa y esta moral derrotista también; pero a menudo pienso que, puestos a escoger, salvaría el sueño de un oasis a la pesadilla del desierto.

Pero la ambición volverá, de eso no tengo ninguna duda. Y la buena noticia es que no tendremos que disfrazar nuestra lucha de festividades y, a la hora de poner nuestras ilusiones en manos de los líderes, desconfiaremos mucho más de que nos tomen el pelo. No hará falta que el mundo nos mire; si hacemos honor a los riesgos que pide la libertad, con eso será suficiente. Espero que el mambo vuelva pronto, porque este país donde nada es posible me está destruyendo los ánimos y me hace daño todo.