Como es evidente, escribo este artículo antes de saber cómo acabará la noche electoral. Sin embargo, tanto si Sánchez ha ganado contra todo pronóstico —y ha evitado su muerte política—, como si Feijóo ha conseguido la mayoría absoluta —solo o con mala compañía—, ninguna de las dos variables cambia nada de esta reflexión. Sin duda, es seguro que la segunda opción empeoraría todavía más las cosas en Catalunya, porque en la persistencia al destruir la nación catalana, siempre hay grados y categorías, y algunos lo hacen sin tapujos. Pero más allá de la poca o mucha sutileza, hay un hecho que desgraciadamente es invariable: los dos grandes bloques españoles, a ambos lados del espectro ideológico, quieren acabar con nuestra nación. O dicho de otra manera, tienen un modelo de España único, inamovible y que pasa, invariablemente, por hacer desaparecer la Catalunya catalana. Y este objetivo, por el cual trabajan desde hace siglos, y sobre el cual no hay discusión ideológica, están más cerca de conseguirlo que nunca.

Y no se trata de una afirmación frívola o surgida de un pesimismo trágico, sino de la constatación fría de la realidad. Llevamos tantos años luchando por la independencia que, por el camino, no nos hemos dado cuenta de que estamos perdiendo la nación. Es cierto que una cosa va estrechamente ligada a la otra, no en balde la mayoría queremos un Estado propio justamente porque creemos que es la única manera de salvar Catalunya. Pero no podemos perder el eje central de nuestra motivación: no es la independencia, sino la nación lo que ha movilizado a millones de personas, a lo largo de generaciones. El Estado es solo el objetivo utilitario, un hito para poder garantizar lo que realmente importa: la lengua, la identidad, el patrimonio, los recursos, la memoria. Por eso, oso contradecir aquellos que, motivados por los prejuicios progres y la corrección política, aseguran que no son “nacionalistas”, sino “independentistas”, como si querer un Estado fuera una especie de parangón ideológico. Pero ¿por qué queremos un Estado, si no es porque nuestra nación está herida, colonizada y seriamente amenazada? Claro que hablamos de un nacionalismo defensivo, moderno, complejo y siempre democrático, pero no nos engañemos: estamos aquí porque tenemos a nuestra nación en riesgo. Y si no salvamos la nación, poco importará conseguir el Estado.

No es la independencia, sino la nación lo que ha movilizado a millones de personas, a lo largo de generaciones. El Estado es solo el objetivo utilitario, un hito para poder garantizar lo que realmente importa: la lengua, la identidad, el patrimonio, los recursos, la memoria

Evidentemente Catalunya existirá siempre. Sin embargo, ¿estamos en condiciones de asegurar, con la misma rotundidad, que existirá siempre una Catalunya catalana? Porque el proceso de españolización no se detiene, la destrucción de los recursos se acelera, la soberanía disminuye a pasos gigantescos —de manera drástica a partir de 2017—, y la lengua pierde diariamente dominio social. El catalán está herido, nuestros recursos expoliados y la soberanía es de pacotilla. Y en esta voluntad de asolar la identidad catalana y construir encima de ella una Catalunya española, coinciden todos los que hoy pueden ganar las elecciones. Es cierto que tienen maneras diversas de imponer la identidad española, pero la verdad inapelable y dolorosa es que ningún partido español tiene un proyecto de Estado que acepte una Catalunya catalana. Y todos tienen un proyecto definido para que deje de serlo. Nacionalmente hablando, no tenemos aliados españoles, ni colegas, ni amigos, aunque tenemos muchos saludados.

Desde esta perspectiva, las opciones de voto en unas elecciones como las de hoy quedan muy reducidas, si el voto se quiere hacer en clave catalana o vasca, es decir, en clave no española. Esta es la premisa que habría que tener a la hora de ir a votar, la evidencia de que no tenemos aliados, de manera que solo los partidos de obediencia catalana son confiables si lo que queremos es mantener la nación. Otra cosa es la estrategia que cada uno de los partidos catalanes utilice, y el buen o malo uso posterior del voto, y en este sentido es cierto que ERC, que tenía la llave de decisiones tan fundamentales como la investidura o los presupuestos, ha hecho un uso servil y bastante patético de los votos conseguidos. Pero más allá de las miserias interiores, no hay otra salida que dar voz a los partidos catalanes —con los cuales ya ajustaremos las cuentas si nos decepcionan—, porque ninguno de los partidos españoles que se presentan en Catalunya, tiene un proyecto para mantener nuestra identidad nacional. El PSC quiere una Catalunya española. El PP quiere una Catalunya española y sometida. Vox quiere una Catalunya española “cautiva y desarmada”. Y los de Sumar quieren una Catalunya española, pero nos quieren llevar a hacer unas birras, porque son muy guais. Sumados y multiplicados, ninguno de ellos tiene proyecto para curar la herida del catalán, para cortar la sangría de recursos, para garantizar las inversiones urgentes, ni ninguno de ellos quiere que Catalunya sea una nación. Joan Fuster decía que “nuestra patria es nuestra lengua”, y por eso todos la atacan, porque no quieren que nuestra patria sea la catalana.

Si no tenemos muy claro que esto va así, es posible que votemos por una causa u otra, para sacar a Sánchez del poder o para conjurar la llegada del facherío, pero entonces no votaremos como catalanes, lo haremos como españoles. No hay muchos atajos aquí: o tenemos voz propia o nos imponen la suya.