En Jerusalén hay una pared donde los judíos van a llorar la pena de no poder acceder a la actual explanada de las mezquitas, el lugar más cercano al Sancta Sanctorum del Templo que los romanos les destruyeron. Es probablemente el muro más famoso del mundo y en estos tiempos de convulsión en Gaza aún cobra mayor significado en ese enfrentamiento ancestral entre dos de las tres religiones del Libro. Pero no es el único muro.

En la España presente, (in)vertebrada por ancestrales cainismos, nada ha sido igual desde aquel negro 11 de marzo en que los errores, las mentiras y las malas intenciones se hicieron carne en dos (no uno) partidos políticos. El capitán Lozano, abuelo del presidente Rodríguez Zapatero, empezó a coger velocidad, cogido de su mano y muchos años después de muerto, hacia un horizonte que la recientemente fallecida periodista Victoria Prego habría contemplado con consternación. Los muertos no deben descansar si así los vivos pueden seguir peleando, y aunque avanza a buen ritmo la recuperación de los cadáveres que en la Guerra civil quedaron olvidados en las cunetas (mi abuelo Segundo incluido) se van sumando adeptos a una peligrosa idea: que la democracia solo es patrimonio de la izquierda, de una cierta izquierda. La palabra “Régimen”, ya instalada en el vocabulario para referirse al sistema político que emergió de la transición, condena a cualquiera que pretenda ver en aquel tiempo concordia, reconciliación o perdón, que no olvido. Aferrándose a que entonces también hubo esos Fouché que toda etapa de la historia tiene, afirman que nada bueno emergió de allí, condenando por cobardes a sus protagonistas, nuestros, sus propios, antecesores.

Una vuelta de tuerca infame en ese recurso tan burdo e intelectualmente indigente como la política de bloques y de muros la ha realizado estos días, para beneficio electoral, el presidente Sánchez. Paradójicamente, quienes, como él, la practican, se atreven a criticar a quienes en la derecha han tenido éxito en la fórmula, como si hacerlo desde la izquierda revistiera mayor legitimidad. ¿Para qué recordar que en los totalitarismos toda libertad pierde, pero que además, en los de la izquierda, la miseria ha sido su más indigno colofón, pues sobre todo se ha cebado con los más débiles? ¿Para qué recordarles que por mucho que tomen medias que parecen buenas, solo consiguen empeorar la situación? Como limitar alquileres, que solo favorece al que tiene quien le avale la fianza, o al extranjero que en su país pagaría más del doble. O subir el salario mínimo, al tiempo que este se ha hecho cada vez más indigno de afrontar los mínimos gastos. O como subir las pensiones hasta el punto de comprometer la “solidaridad intergeneracional” de la que se llenan la boca ¿Cómo decirles que con mirar alrededor es fácil comprobar que lo que consigue el igualitarismo es negar la igualdad de oportunidades y el fomento de la iniciativa, la esperanza de progreso y la gloriosa diferencia entre las personas?

Opine lo que opine sobre el mundo o sobre Dios quien me lea, ¿estaremos de acuerdo en que los muros levantados entre humanos no son más que la antesala de la guerra? Tanto criticar las murallas que cercan a la población palestina para acabar aquí diciendo que quien no está en nuestro bando merece la condena eterna. Parece como si nadie hubiera comprobado que hasta en el calvario existió un ladrón bueno, y que, del mismo modo, en el colectivo con el que tal vez podamos compartir menos ideas podemos encontrar la mano más amiga. No sé si el Presidente del Gobierno ha leído el Evangelio, en todo caso, no parece haberlo entendido. Y si lo ha hecho, ¿estará, como nos sucede a algunos, intentando no errar?