Hay lugares en el mundo que antes de vivirlos hay que haberlos leído. Gracias a la literatura, por ejemplo, no sabía exactamente qué era realidad y qué era ficción cuando el otro día aterricé en el aeropuerto de Venecia. 'A Venezia per terra', decía un letrero con el símbolo de un autobús al lado de otro donde se leía 'A Venezia per mare', con el símbolo de un barco. Tropezarse con eso cuando acabas de llegar a la Serenísima por aire es tan extraordinariamente poético que solo de poner los pies en la terminal, aparte de ir al lavabo a hacer la meadita que el 99% de los mortales hacemos cuando bajamos del avión, lógicamente también empecé a hacerme este artículo encima. Con Haidé decidimos optar por la vía marítima, cogiendo por primera vez en la vida una embarcación en el único muelle del planeta situado a escasos metros de donde los aviones aterrizan. El día era tan gris, sin embargo, que cuando un señor con bigote nos preguntó dónde bajaríamos mientras nos sellaba el billete, le dijimos Rialto y aunque en la placa que llevaba en el pecho informaba de que su nombre era Stefano y no Caronte, tuve la impresión que aquella barca penetrante entre la niebla era la entrada a otro mundo.

Mientras por las ventanas del vaporetto no se veía nada por la humedad y yo pensaba en la Muerte en Venecia de Thomas Mann, el matrimonio sentado justo delante mío empezó a hacer cosas extrañas a medio viaje. Eran franceses pero parecían más bien irlandeses, quizás porque el hombre, de unos cincuenta largos, estaba rojo como un melocotón de viña y llevaba el peinado mullet, con una greña en el nuca propia del típico miembro del Sinn Féin que hace una conexión por Zoom en cualquier acto de Bildu que acaba con un concierto de Fermín Muguruza. Ella, en cambio, que debía ser diez años más joven, destilaba aquella elegancia finísima que tan bien supo captar Paolo Sorrentino en aquella escena de La giovinezza donde Michael Caine se enamora de una top model en medio de la piazza San Marco de Venecia. De golpe, para sorpresa de todos los pasajeros, el señor francés con pinta de euskaldún sacó de la mochila una botella pequeña de champán comprada en el aeropuerto y dos vasos de cartón. Sin tabúes, destapó el tapón antes de servir lo que debía ser un prosecco de mala muerte, brindar con su mujer, darse un beso de cine y beber una copa justo cuando entrábamos en el Gran Canal.

"C'est une tradition particulière chez nous à Venise", me explicó ella cuándo le pregunté, interesado, cómo es que se trincaban un benjamín a las nueve de la mañana y dentro de una barca donde más de uno, en vez de vino espumoso, habría preferido una buena Biodramina. Me habría gustado hablar bien francés para comentarle de que aquel gesto suyo era tremendamente literario, ya que Venecia siempre está, al igual que está el mundo, con su mar, sus barcas, su cielo o sus aviones, pero es cuando nosotros añadimos un rito particular en este escenario concreto que convertimos el trayecto hacia él, de repente, en una experiencia mítica. Es decir, en poesía. Igual que aquel matrimonio, de hecho, yo también tengo una tradición con Venecia. En mi caso, después de descubrir la ciudad por primera vez el año 2011 y quedar impactado con su decadente e inefable belleza, decidí que cada vez que viajara allí dejaría de fumar temporalmente y me haría una radiografía torácica días antes de viajar. Es importante hacerlo, ya que "el xoc de Venècia exigeix una eixamplada més intensa de les costelles per tal que l’aire entri millor als pulmons". Lo escribió Josep M. de Sagarra hablando de su viaje a Italia a Memories II, y desde que lo leí siempre procuro pedir hora al médico de cabecera para hacerme una prueba de esfuerzo pulmonar antes de hacer las maletas y volar.

Tanto ese matrimonio como yo somos la demostración que a Venecia no se va para vivir unas vacaciones, sino que para cumplir unas ilusiones o mitos que temporalmente tienen como decorado lo que durante siglos ha sido una ciudad y ahora es, cada vez más, un inmenso plató del teatro de los sueños. Por eso es lógico releer toda la literatura sobre Venecia antes de ir a Venecia, de Goethe a Brodsky pasando por Highsmith o Pla, sí, pero el año 2024 también es importante leer la otra Venecia, la que no vive en la ficción de las novelas o los libros literarios de viaje, sino en la crudeza de los diarios de papel y los medios de comunicación: la Venecia de los datos, de las noticias desesperanzadoras o de las entrevistas a los venecianos que afirman, con el tono de quien pide un S.O.S. por radio en medio de un naufragio, que la ciudad se está muriendo. No mienten: cuando Sagarra la visitó, en los años veinte del siglo pasado, en Venecia vivían 163.550 personas. Cuándo a finales de los años ochenta Àlex Susanna vivió y escribió el Cuaderno veneciano (Destino, 1989), mi libro preferido sobre la ciudad, la población ya había disminuido a 93.590 habitantes censados.

El cambio de siglo y el boom de la globalización, sin embargo, multiplicó todavía más la turistización de una ciudad que en menos de cien años ha perdido al 50% de sus vecinos, manteniéndose aparentemente intacta y seductora por fuera pero convirtiéndose, en realidad, en un cuerpo vacío por dentro. Eso es lo que explica I love Venice, un maravilloso documental que se puede ver en Netflix y que detalla el testimonio de los que se autonombran los últimos habitantes de Venecia: surgidos en torno a una página web denominada Venissa.it y articulados más tarde dentro de la plataforma cívica '25 aprile', el año 2008 instalaron un marcador electrónico en una farmacia del Campo San Bortolomio; en aquel momento marcaba 60.704 habitantes, y prometieron celebrar Il Funerale di Venezia cuando hubiera menos de sesenta mil habitantes en la ciudad. El día del entierro llegó el 2 de noviembre de 2009, y desde entonces estos particulares venecianos no han parado de hacer activismo a favor de Venecia reclamante una cosa el mar de simple: poder ser un vecino. Es decir, procurando salvar la ciudad donde nacieron y crecieron, en la cual no había grandes cruceros, ni más ciento veinte conexiones aéreas al día, ni la impactante cifra de 1346 hoteles o apartamentos turísticos.

Venecia está hoy más cerca de ser un parque temático como la Cité de Carcasona o el Pueblo Español que la 'Reina del Adriático' que inmortalizó Tintoretto, por eso lo primero que hice cuando el vaporetto nos dejó el otro día a Rialto, aparte de decir adiós al matrimonio francés, fue decirle scusi, davvero al taquillero veneciano de la barca. No había duda: no se decía Caronte porque, en realidad, quien lo estaba matando era un turista como yo. Todavía con la maleta en las manos, fui al Campo San Bortolomio, me acerqué a la farmacia y allí, en medio de otros curiosos como yo, inocentes asesinos todos, vi la cifra de 58.655 en el marcador electrónico. Al lado, un cartel informaba de tres datos impactantes más: que el 99% de los bares y restaurantes del barrio de San Marco pertenecen a fondos de inversión chinos, árabes y albaneses, que un 72% de los palacios venecianos son propiedad de rusos o americanos y, la más demoledora, que en Venecia hay 48956 camas hoteleras. Es decir, casi tantas como personas habitan en ella.

Verlo me impactó y le dije a Haidé que cada vez que volviéramos a Venecia, como segunda tradición del viaje, iríamos ante aquella farmacia para ser conscientes de que nuestra felicidad y nuestros sueños, como guiris, son también la pesadilla de los venecianos. Para ser conscientes que sin tiendas, chiquillos jugando en las calles, ferreterías, dentistas, entidades culturales, carpinterías, pediatras, librerías o abogados, una ciudad no es una ciudad, sino una sucesión de calles donde el espacio que antes ocupaba el ritmo vital de los vecinos lo llena, ahora, el ritmo artifical de los visitantes, ya sean turistas de tres días, expats de temporada o propietarios extranjeros que compran una casa para ir allí solo quince días el año. Para ser conscientes, en definitiva, que si es literario destapar una botella de cava de camino a Venecia es porque Venecia es una fantasía, sí, pero lo que no es fantasioso, sino dolorosamente realista, es plantarse delante de un contador de muertos y entender el dolor de los venecianos, quizás porque ellos no son los únicos que temen la pérdida de la esencia de una ciudad. Quizás porque, a veces, hay que ir a Venecia para entender con qué desesperado amor, que quiere decir desesperado temor, algunos amamos la Barcelona que tampoco queremos ver nunca morir.