Que la lucha democrática por el despacho más poderoso del mundo tenga lugar entre dos ancianos altamente incapaces (uno, próximo a la demencia; el otro, bordeando la locura) no es un capricho de los dioses. La crisis de las democracias occidentales se ha manifestado de forma delirante en esta pugna largamente anticipada por la Casa Blanca. Primero, porque tanto Biden como Trump han dinamitado una de las piedras angulares del sistema norteamericano como es la elección del candidato vía primarias (eso es responsabilidad menor del inquilino actual; los dos grandes partidos suelen asumir la continuidad por inercia), un sistema de elección que Trump ha castrado imitando las reglas hasta convertirlo en una simple precampaña. A su vez, y en eso también se ha impuesto el trumpismo, los dos candidatos han deslegitimado a priori la elección final afirmando que la victoria contraria implicaría el fin de la democracia efectiva.

En un entorno normalizado de política, las bases y los medios de comunicación norteamericanos no habrían permitido ni la actual presidencia Biden ni los intentos de Trump de volver al poder mientras viva empantanado en decenas de casos de corrupción. Pero los Estados Unidos, nos complazca o no, marcan la pauta de una política futura donde el séquito de los candidatos se caracterizará por tener mucha implicación y generar también mucha indiferencia general. Así ocurre con estos dos hombres, desestimados por gran parte de la población a quien finalmente tendrán que servir, pero cimentados en una corte de supporters cada vez más agónica pero más irritada con el bando contrario. El lado trumpista es más folclórico, ruidoso y negacionista de asuntos como el asalto al Capitolio, pero solo hay que repasar brevemente los pódcasts políticos de mis amigos neoyorquinos para ver como siempre acaban tildando a los republicanos de analfabetos.

En un entorno normalizado de política, las bases y los medios de comunicación norteamericanos no habrían permitido ni la actual presidencia Biden ni los intentos de Trump de volver al poder

El aislamiento de los Estados Unidos del nuevo orden mundial ya es una realidad consumada. Lo certifica que ayer mismo, en un intento desesperado por recibir ayuda militar yanqui, Volodímir Zelenski cifrara por primera vez en 31.000 el número de militares ucranianos muertos desde el inicio de la guerra. También explica que, en la controvertida entrevista de Vladímir Putin con Tucker Carlson, el presidente ruso (especulando sobre una posible participación militar norteamericana en terreno ucraniano), respondiera vacilante como un pepito que eso implicaría "acercar la humanidad a un conflicto global muy serio", remachando: "¿Los Estados Unidos lo necesitan? ¿Por qué? ¿A miles de kilómetros de su territorio nacional? ¿No tienen nada mejor que hacer? Ustedes tienen problemas más importantes que resolver, como la inmigración, la frontera, el déficit. ¿No sería mejor acabar negociando con Rusia?".

Por mucho que nos duela, y gane quien gane la presidencia de los Estados Unidos, parece que el nuevo orden mundial girará hacia el aislacionismo conservador; por lo tanto, Zelenski tendrá que ir pensando en un pacto más bien posibilista con Rusia, quién sabe si con el sello norteamericano como mero espectador. Futuribles aparte, el escarnio de Putin —que concedía la mencionada entrevista poco antes de que el opositor Alekséi Navalni fuera asesinado— sitúa (con mucha picardía) la inmigración como la herida que trastoca a la mayoría de países del mundo. Nosotros formamos parte de esta red, solo faltaría, y hemos llegado tarde y mal a un debate necesario sobre el impacto que los recién llegados implican en la cohesión social del país. Escribo "tarde y mal", pues las únicas soluciones que nuestros partidos aportan es la política de puertas abiertas o las versiones edulcoradas del aislacionismo orriolesco.

No es extraño que en la nueva era que afrontamos (el exministro y antiguo sex symbol de la izquierda Yanis Varoufakis lo ha llamado "tecnofeudalismo"), los nuevos urdidores de la política mundial sean los amos de las plataformas tecnológicas; a saber, los titiriteros que controlan el algoritmo que nos mantiene bien entretenidos comprando libros a un precio aparentemente razonable mientras polarizan el mundo de quien todavía se interesa por la política (dicho de otra forma, intensificando su propia ideología mientras crean un entorno masivo de indiferencia general). Podemos pensar que todo esto de lo que hablo suena muy lejano, pero resulta fácil de comprobar cómo la clase política catalana —criada entre el 2006 hasta el postprocés— sufre la idéntica falta de temple de Biden y la preocupante delusión mental trumpista. Así es como vivimos la política tribal: con una gran implicación y, a su vez, una soberana indiferencia.