Se nos murió el mejor de los actores con 94 años, el muy pícaro, el sutil, el capaz, don Michel Piccoli, y hasta ahora no le había dedicado ni una línea, distraído como soy. Si una persona, después de todo, sólo tiene la importancia que le dan los demás y no la que uno, de manera idiota, se cree que tiene, es verdad que a cualquier hombre le gustaría pasar por esta vida traidora dejando un recuerdo tan agradable, tan arraigado, tan limpio. Tan poco estridente y tan entusiasta. Y como Francia es Francia, y allí las mujeres tienen realmente algo que decir sobre sus fetiches masculinos, algo cierto y de verdad, fuera de los lugares comunes de la retórica obituaria, pues ya lo tenemos. La evocación al fornicio siempre nos termina protegiendo de la muerte como un antiguo hechizo, como una espontánea celebración de la vida. Catherine Deneuve dijo a la prensa que cree que, ellos dos, se dedicaron sólo a trabajar en las once películas que hicieron juntos, sin mucho tiempo para conocerse mejor, más a fondo. “Fue un hombre al que habría podido amar” —“Un homme que j’aurais pu aimer”:— evocando la conocida ambigüedad del verbo francés aimer, que igual sirve para un roto como para un descosido. La Bardot, por su parte, con su estilo más directo, más cercano, ha ido por ese mismo camino de perfección, y explicó por Twitter que Michel Piccoli “tenía talento, sentido del humor, y le gustaba mi culo”. No podemos precisar si lo ha dicho por la famosa escena de Le Mépris, la formidable película de Jean-Luc Godard, o por un conocimiento más intenso.

Piccoli fue el furor del vivir calmoso, el actor que representaba una manera de vivir que oscilaba entre la perplejidad, el desengaño, la serenidad y la alegría más indestructible. La sonrisa de niño del actor, poderoso e indomable, está tan bien acabada como la tranquilidad de su gesto intrascendente, pleno, lleno de verdad cotidiana, de identidad masculina, entre única y ordinaria. Pocos actores han sabido encarnar la vez lo más singular y lo más vulgar de la condición humana. Quizá por eso uno de mis filmes favoritos sea, probablemente la cinta minimalista de Manoel d’Oliveira, Vou para casa (2001), una historia sin historia, que podríamos resumir como el reportaje de los últimos días de un viejo actor antes de morir. Un personaje que se compra unos zapatos nuevos y que inesperadamente le robarán, puestos, como la vida que un buen día te la sacan sin más. Michel Piccoli fue el oficio bien hecho, la artesanía del actor que sabe perfectamente lo que hace aunque, a veces, el espectador no acabe de captar su juego. Fue muchos años calvo, elegante, jodidamente distinguido, extravagante, tierno, recatado, a veces incluso lejano, siempre fresco como una fruta que no te ahorra ni el sabor ni el conocimiento intuitivo. Decían los directores de cine que no había que darle instrucciones, que a Piccoli no se le podía dirigir porque sólo hacía de Piccoli, que llevaba el papel aprendido y que sabía perfectamente cómo desarrollar el personaje que tenía marcado. Y no se repetía, siempre parecía nuevo, como recién estrenado, el pequeño. Era muy grande.