Las últimas encuestas publicadas parecen corroborar lo que algunos sospechábamos ya cuando las mayorías absolutas para un solo partido desaparecieron de las cámaras legislativas: el bipartidismo no estaba en su mejor momento, pero ni por asomo podía por ello publicarse su acta de defunción. Bastaba una situación excepcional, realmente excepcional, para que su dinámica, apuntalada en un diabólico sistema electoral, reapareciese.

Y así ha sido. No dejaremos de convenir que la pluralidad política refleja la social, y que la fractalidad parlamentaria enriquecería el debate en los hemiciclos, si no fuera por la esclavitud a la que los partidos someten a los grupos parlamentarios. Sin embargo, sin que el sistema de partidos parezca sufrir gran desgaste, a pesar de ser, con sus dinámicas internas y externas, parte fundamental del problema, las concretas formaciones políticas que los integran sí pueden ver frustradas unas expectativas de crecimiento y, por tanto, también su capacidad para ser alternativa de gobierno. Ello se produce sobre todo cuando el electorado sospecha que votar a uno u otro partido significa lo mismo y, en consecuencia, decide apostar por caballo ganador. El placer de perder se reserva al masoquista.

En definitiva, ello supone la vuelta al bipartidismo, que ha sido tónica dominante en las elecciones desde el inicio de la Transición, pero que tiene su pseudohomólogo en el turnismo de la restauración borbónica del XIX, al menos por lo que hace referencia a la voluntad que entonces tuvo el poder de estabilizar el sistema político en el que se desenvolvía y que ahora parece retomarse. Pero, ¿cómo se ha producido ese cambio?

El virus ha venido a reforzar el efecto que la variante d’Hondt tenía sobre nuestro sistema electoral: el PSOE le ha dado el abrazo del oso a Ciudadanos antes de que éste se difumine en las siglas de aquel, cuando pensábamos que iba justamente en la dirección contraria

Aunque en estos últimos meses en las asambleas legislativas se ha visto poco parlamentario por una cuestión de prevención sanitaria y, en consecuencia, cabría pensar que todos tienen la misma oportunidad de exposición mediática, lo cierto es que no es así. El Gobierno controla los tiempos y nos inunda con la imagen del presidente, los ministros, los expertos o quien sea que trabaje en su área de influencia. Verlos es creerlos para una gran parte de la población, excepto para esa otra gran mayoría que no puede verlos ni en pintura. Y así es como el principal partido de la oposición es su réplica matemática y se retroalimenta en el de gobierno. El resto queda difuminado en el paisaje.

¿Resultado? El virus ha venido a reforzar el efecto que la variante d’Hondt tenía sobre nuestro sistema electoral: el PSOE le ha dado el abrazo del oso a Ciudadanos antes de que éste se difumine en las siglas de aquel, cuando pensábamos que iba justamente en la dirección contraria. Pero ya se ve que en este país el centro solo se siente a gusto en el centro izquierda, un espacio que ya ocupan los socialistas, y que ha hecho abandonar Ciudadanos al empresario Paco de Quinto, incapaz de entender el apoyo de sesgo antiliberal que Arrimadas ha decidido dar al PSOE en su enésima prórroga del estado de alarma.

En Catalunya se intuye también ese efecto de la pandemia sobre el sistema de partidos, de modo que no es casual que la extinta CiU esté haciendo de más y de menos para reeditarse con nuevos actores y nuevos nombres a fin y efecto de ahondar en la desmemoria colectiva. Hay que hacer tragar a la población con nacionalismos, que no por territoriales están menos trasnochados, a ver si así olvidamos los porcentajes de corrupción de aquel idílico sistema, la horrible tesitura a la que nos han llevado y el triste papel jugado por los democristianos a las faldas del socialismo mientras éste se aliaba con un comunismo aún más caduco y fallido.

En uno y otro panorama, y más allá de la polarización visceral que se intuye en las próximas elecciones, es del todo imprescindible la construcción de la formación política que sea capaz de mantener el espíritu constitucional y autonómico en su esencia, hoy traicionada e incomprendida: una economía de mercado que no desdeñe la justicia social, un sistema de reparto de competencias leal a la unidad y respetuoso de la diferencia y un replanteamiento de las responsabilidades fiscales que haga posible conjugar el esfuerzo individual y colectivo con la necesidad de la ayuda mutua. Ese tipo de partido aquí y allá, más temprano que tarde, tendrá la responsabilidad de contribuir a la gobernanza, si no de liderarla. En Catalunya no habrá de ser ninguno de los actores que hoy sobreviven (o se generan) de forma artificial gracias a haber extendido sobre el resto este curioso virus d’Hondt.