El viento de la censura amenaza con llevarse todo nuestro legado cultural, y con él, también lo que queda de nuestra identidad. Estamos a un paso de condenar el latín por hablar de persona con el término “homo“, y solo puede entenderse tamaña estupidez si se recuerda que hemos dejado el juicio sobre las cosas en manos de quien no lo tiene.

Sin duda, quedan todavía diversas fases para llegar a ese momento inefable en el que este adjetivo abandone el terreno de la poesía y cobre su significado terrorífico: lo que no se puede decir, aquello sobre lo que no se puede hablar es una regla que se está abriendo camino en el imaginario colectivo a buen paso. Empezamos hablando de delitos de odio y acabaremos justificando odiar a quien no piense como nosotros. Y aunque, como casi siempre, la idea llega de la mano de loables sentimientos y justificaciones otorgadas por las conductas inmorales que de vez en cuando se aparejan a la condición humana, el caso es que la anécdota, transformada en categoría inapelable, lo arrasa todo como un viento inmisericorde al que enfrentarse puede suponer la muerte: la social, desde luego, tal vez al final, también la física.

La frivolidad que se esconde en no saber separar el autor de su obra y la descontextualización que propicia la ignorancia son guías directas hacia la catástrofe

Que una plataforma de pago de contenidos audiovisuales haya retirado de su catálogo la película Lo que el viento se llevó, aunque diga que es temporalmente y para reincorporarla con advertencias contextualizadoras, merecería la misma contundencia en la retirada de sus abonados, para que así calibrase con más datos de dónde llegará mayor perjuicio económico: si son más los tontos que perdería quitándola o los menos cretinos que se quedarán si la película también se queda. Pero tal vez éste y otros suministradores de “lo correcto” o de lo “incorrecto políticamente correcto” prefiera consumidores sin cerebro a los que hacer engullir la bazofia que hacen pasar por “el fenómeno de la temporada”, eso que, como en la mayor parte de la música alimenticia reciente, no son más que revisiones a la baja de los clásicos. Como Ana Patricia Botín en su editadísimo skype, en el encuentro online de empresarios (en su mayoría asalariados de lujo de grandes corporaciones): formato impecable, oratoria fabricada en la mejor escuela de logopedia, para hablar de la “imaginativa” apuesta de pisos en propiedad para jóvenes de menos de 35 con hipotecas que supuestamente debería facilitar el Estado, porque el banco no está para riesgos.

La incapacidad de los supuestos suministradores de cultura audiovisual para resistir los embates de una opinión pública borrega, prejuiciosa, simplista y customizada al dictado de ese viento pestilente que emana de cuatro think-tanks de tres al cuarto y una clase política sin oficio ni beneficio, hace cada vez más irrespirable y totalitario el aire y el ambiente que hemos de tragar. A este paso los diálogos de Platón serán retirados de la asignatura de filosofía, acusado el heleno de pederasta por lo encendido de su apuesta por los amores con jovencitos recién llegados a la pubertad (quizás se salve porque alienta homosexualidad a partes iguales con la pedofilia), y Rousseau pasará sin duda del estante de los padres del pensamiento político al infame trastero que la historia reserva a los maltratadores de mujeres, sin que le salve el hecho de ser la inspiración del pensamiento socialista que se realizó al otro lado del telón de acero desde la revolución bolchevique de 1917.

La frivolidad que se esconde en no saber separar el autor de su obra y la descontextualización que propicia la ignorancia son guías directas hacia la catástrofe. Imagino que en un contexto tan grosero será difícil recordar que fue la misma izquierda que ahora pretende patrimonializar cualquier consigna antirracista y que se arrodilla por uno como no lo ha hecho por nadie la que se opuso de forma recalcitrante al voto de las mujeres durante la República, o que hasta hace nada esa misma izquierda tachaba de traidor al disidente soviético Aleksandr Solzhenitsyn. Imagino que los más modernos no saben quién es, así que de Ayn Rand ya ni hablamos. Se ve que le hemos cogido gusto a lo de llevar bozal, ese que por lo que parece va a ser el único elemento del presente que no se lleve el viento.