Dice Marian, la hija de Enrique Rojas e Isabel Estapé, psiquiatra por propia elección pero, sin duda, influida por la figura paterna, que los seres humanos somos capaces de conseguir que nos pasen cosas buenas. Que nuestra psique es capaz de ordenar nuestra fisiología hacia la predisposición positiva y que de ella solo se puede derivar la obtención de los (buenos) resultados que deseamos. Vamos, que construimos nuestro futuro a voluntad. Vendría a ser la versión moderna, o una enésima adaptación a best-seller de aeropuerto, del dicho clásico: “Ten cuidado con lo que deseas, porque con gran probabilidad lo vas a conseguir“. La corroboración de la hipótesis puede ser tan contundente y al tiempo poco científica como la siguiente afirmación: “No lo has conseguido (la cosa buena o el deseo), porque no lo has deseado suficiente”, y como derivada alternativa, tal vez podemos convencernos de que eso que quisimos que sucediera en el fondo no era tan bueno.

Los libros de autoayuda y los gurús que los publicitan están sustituyendo a los psiquiatras en la tarea de recuperar la esperanza, quizá porque éste es el tiempo más descreído desde que Nietzsche se atreviera a afirmar la muerte de Dios. Quizás por eso dice algún literato moderno que en tiempos así lo revolucionario es creer, pero para contentar a creyentes y no creyentes, digamos que poco a poco las distintas manifestaciones de conocimiento humano se van uniendo en un todo armónico y comprensible: religión, filosofía, ciencia…

Quizás eso a lo que llamamos libertad no sea más que una acepción superficial de nuestro arbitrio trascendente

La mente y el cuerpo comparten realidad y ésta, la realidad, no siempre es tangible. Las emociones ocupan y preocupan nuestra acción en mucha mayor medida que la razón y quizá por ello el diálogo se tornó imposible cuando quienes deberían llevarlo a cabo siguen con su propio corazón cerrado. El problema o, mejor dicho, el riesgo de aceptar todo esto es la posibilidad de que el relativismo nos alcance. ¿Cómo podemos juzgar al prójimo? ¿Deberíamos abstenernos hasta no tener de cada cual su completo historial, el avatar que ha podido condicionarlo desde su propio nacimiento? No hace ya falta pertenecer a la escuela conductista de psicología para justificar en algo distinto a nuestra libertad la deriva que toman nuestras acciones. Pero es que quizás eso a lo que llamamos libertad no sea más que una acepción superficial de nuestro arbitrio trascendente.

Hemos basado el orden social en atribuir responsabilidad a las acciones, como si éstas fueran el resultado de decisiones racionales y libres, por lo que los nuevos descubrimientos no sólo inducen a sospechar de la libertad para decidir en cuestiones ciudadanas básicas como el voto, sino también para derivar de ellas nuestra responsabilidad penal e incluso civil. Sin duda, el momento presente, en el que un juicio por desobedecer las leyes es para los desobedientes, sus abogados y una parte importante de los espectadores una mera cuestión de libertad ideológica, movida por un deseo o una emoción dirigida a una soñada independencia (más bien una ensoñación en tiempos de interdependencia) es el mejor ejemplo de nuestra imperiosa necesidad de conseguir desear que nos sucedan cosas realmente buenas. Repito: conseguir desear que nos sucedan cosas buenas.