Somos seres contradictorios sometidos al vaivén de la incertidumbre, pero también capaces de ir siguiendo el rastro dejado por las miguitas de pan, que de tanto en tanto nos permiten saber cosas. La probabilidad de que las elecciones catalanas se celebren el 14 de febrero es directamente proporcional a la contundencia y premura con la que Salvador Illa ha dado portazo al Ministerio de Sanidad para concentrarse en la campaña desde su minuto cero. Tal decisión, atropellada como a buen seguro no convenía a la pandemia, a su vez ha denotado una “intuición” sobre la que hayan de tomar los jueces en relación con el decreto de la discordia, una intuición que sin duda el resto de los mortales también habríamos querido tener. Puede que el TSJC ya sepa qué va hacer con él, y puede que por algún conducto el ya exministro haya llegado a enterarse; quiero creer que un partido serio como el PSOE no juega a los dados con el destino de sus principales protagonistas, y que Illa no se habría lanzado a la piscina sin saber que hay en ella, aunque ahora no se vea, al menos un poco de agua. Pero, ¿no deberíamos saberlo también los demás? ¿No es eso, si ha tenido la información, jugar con las cartas marcadas? ¿No se trataría de un uso espurio de información privilegiada? Por bastante menos a alguno se le ha caído el pelo, pues al final, ¿qué es el dinero si se compara con el poder, aunque ese poder sea éste, tan pequeño, condicionado y transitorio?

Salvador Illa, como ministro, ¿lo hizo mal o lo hizo bien? Si lo hizo mal, ¿por qué le critican que lo deje? ¡Váyase, señor ministro! Y si lo hizo tan bien que no quieren que se vaya, ¿por qué nunca se lo dijeron?

Somos seres contradictorios. Quienes decían que era una locura celebrar las elecciones el 14 de febrero dicen ahora que ese día todo será seguro (¿les perjudicaría de algún modo la abstención?), a la par que autorizan a los candidatos y sus jaleadores a eludir el confinamiento para hacer mítines de campaña en tiempos en que la virtualidad telemática se aconseja a todo el mundo. ¿Van a permitir reuniones para el mitin cuando para el resto tenemos toque de queda y los restaurantes están obligados a cerrar antes de las cuatro de la tarde y así cerrados deben estar hasta el día siguiente? Pero es que quienes querían que las elecciones se llevaran a cabo el 14 de febrero ahora achacan al gobierno (a éste o a aquél) que no tome más medidas o que las que toma sean absurdas (¿se puede ir a un mitin a la Cerdanya y en el maletero llevar unos esquís para hacer una “rando” o no?). El candidato Illa no quiere confinamientos que denoten una tal fuerza mayor como para posponer la votación por imperativo categórico, pero, como ministro, ¿lo hizo mal o lo hizo bien? Si lo hizo mal, ¿por qué le critican que lo deje? ¡Váyase, señor ministro! Y si lo hizo tan bien que no quieren que se vaya (y lo aproveche para su campaña), ¿por qué nunca se lo dijeron? ¿Por qué siguen sin decirlo?

Somos seres contradictorios. Yo misma, tras tanto vaivén, opiniones médicas que van de una cosa a su negación, ya no sé si quiero votar o no, y visto el panorama, aún no me decanto entre morirme del susto, asustarme hasta morir, o dejar que sea el resto quien decida mi suerte. Supongo que al final me arrastraré desganada hasta la urna y, siquiera sea en blanco, depositaré mi voto en la urna covidiana de turno, sabiendo que la diabólica electoral traducirá las ilusiones o rabias del censo en una batería de inutilidades parlamentarias, eso sí, siempre trufada de alguna honrosa excepción. Aunque cada vez menos…