No soy fan de J. K. Rowling, sino de J. R. R. Tolkien. No resiste la comparación aquella historia bien contada de magos poderosos y niños acosados reconvertidos en héroes vencedores de monstruos insólitos, cuando se enfrenta a la genealogía simbólico-lingüística antropológica y teológica que constituye la monumental historia de la Tierra Media. Sería como comparar un vaso de agua y el océano, y no creo que quepa debate alguno al respecto.

Soy fan de Tolkien, y no de Rowling, pero necesito levantar la voz sobre la tremenda trifulca generada en las redes sociales en torno a la escritora de éxito hoy picoteada hasta sangrar por un rebaño gallináceo que en el que cada individualidad no le llega a la suela del zapato en trabajo, creatividad y habilidad. Con permiso de Tolkien, a quien hay que envidiarle la suerte de haber muerto antes de la gaseosidad letal de nuestro tiempo presente, J. K. tiene razón y, en todo caso, derecho a tener una opinión distinta a la de la masa acosadora e inquisitorial que la persigue.

La caza de brujas desatada sobre J. K. es la demostración de que nuestro tiempo es desgraciadamente el tiempo de la cultura de la cancelación 

La pobre J. K. se ha metido en el jardín de intentar recordar la verdad de los sexos biológicos. Su feminismo, hoy tachado de antiguo, basado en esa distinción mórfica tan obvia y esencial como los sexos masculino y femenino, de cuya amalgama todos somos necesariamente fruto, le ha significado la picota social que se genera en la actualidad en ese extraño y confuso mundo en el que nadie quiere ser nada concreto, una loa constante y babeante a la confusión, a la mixtificación, al absurdo. Pretender que alguien siente alguna fobia por el hecho de negar que el sexo pueda elegirse no es solo una estupidez, sino además una injusticia. Que quien nace con la forma física de un hombre se sienta mujer o al revés, o las dos cosas, o nada, no niega la realidad biológica. Ninguno de los que así hablan podrá nunca nacer de algo distinto a la complementación genética que conocemos como masculino y femenino, algo parecido al ying y el yang, a los polos magnéticos, a la vida y la muerte.

No se puede estar un poquito embarazado. Ni un poquito ni mucho, porque solo se puede estar embarazada, y del todo, absolutamente. Es ese absoluto el que produce miedo a quien se enfrenta a la contradicción entre lo físico y lo mental. En tiempos anteriores, se había dicho que quien padecía la disociación tenía un problema psicológico. Hoy no se puede decir, aunque lo cierto es que son en muchos casos pasto eterno del pingüe negocio farmacéutico de las hormonas. Pero que no se diga, o que no se recrimine, no es patente de corso para que eso que llaman “lo trans” sea digno de alabanza o causa de orgullo. No lo es tampoco pertenecer a un sexo o al otro, es la condición que nos ha venido dada, no podemos elegirla. Y en esa medida, no es mérito de ninguno de nosotros. Nuestros méritos residen en nuestra capacidad de respetar a los demás por lo que son, incluso cuando no nos gusta cómo piensan.

La caza de brujas desatada sobre J. K. es la demostración de que nuestro tiempo, como dicen los del Manifiesto Contra la Cultura de la Cancelación (¡vaya nombre!), es desgraciadamente el tiempo de esa cultura. Y aunque el manifiesto en sí, por lo gregario, me parezca cobarde (y más cobardes aún los que ahora se desmarcan), denuncia que este tiempo nuestro es el más oscuro desde que la Inquisición funcionaba a pleno rendimiento, un tiempo que, por cierto, no era la Edad Media, como nos han hecho creer. Pero a lo mejor decir esto también es anatema…