La diáspora continúa en Ucrania. Tal vez sea esa la única realidad creíble, porque, en lo que a la guerra, sus muertes y sus declaraciones se refiere, el mal causado por la infodemia y la mentira ya ha alcanzado incluso al periodismo más voluntarioso y veraz: ¿qué podemos creer cuando a cualquiera de los actores en liza le han pillado en alguna contradicción flagrante?, ¿qué puede ser verdad en este juego mortal en el que tal vez nada ni nadie sea lo que aparenta y en el que amistad y colaboración o lo contrario son categorías volubles? La única verdad tangible son las muchedumbres que han abandonado ese país que hemos situado mejor en los mapas durante las últimas semanas que en toda nuestra vida. Y es tangible no porque marchen, sino porque llegan, y cuando lo hacen, como siempre sucede, también en este caso hay diferencias de clase.

Los eslavos tienen una capacidad innata para el aprendizaje de otras lenguas. Les basta una semana para poder utilizar un idioma extranjero con una fluidez admirable. Pero algunos ya sabían inglés antes de partir, y lo hicieron con dinero e incluso con segundas residencias que les permitían reflexionar sobre el futuro en lugares de Ucrania relativamente alejados de los focos de conflicto. Como sucedería con nuestra clase media alta y con los nuestros más pudientes, salir del país ha sido en su caso una operación anímicamente costosa, pero segura y cómoda: con dinero el refugiado se parece algo más a un turista. Es posible que esa primera ola de refugiados, llegados sobre todo a Polonia, no haya supuesto, más allá del acogimiento de frontera, otro problema que el puramente logístico: culturalmente cercanos (incluso en muchos partes con un común cristianismo como perspectiva), son extranjeros que sin duda acceden al país con facilidad por ser autosuficientes.

Los que aún están por llegar serán no solo huidos, sino también pobres, sin lazos familiares o de amistad en los puertos de llegada

Poco a poco, la capacidad económica de las nuevas olas de mujeres, ancianos y niños que salen de Ucrania pidiendo asilo se ha reducido. Sin dinero para poder emprender viaje hacia el otro confín de Europa, es más fácil que se conviertan en pasto de las mafias. Porque, no nos engañemos, por cada abnegado voluntario que se lanza con su furgoneta a llevar comida y traer personas, se multiplican en la frontera ucraniana los buitres de siempre, dispuestos a traficar con la esperanza, sometiendo a la prostitución a las mujeres que captan, traficando con niños o con órganos, organizando la venta clandestina de alimentos, medicinas o armas. Tampoco buena parte de las ONG ofrecen garantía de trabajar en pro de quien más lo necesita, sobre todo si se han creado ad hoc para la ocasión o incluso recordando las ocasiones en las que algunas se han visto envueltas en escándalos de corrupción o abuso.

Más allá de rezar (para el no creyente, desear), ¿qué podemos hacer? Probablemente los canales de solidaridad más próximos sean los más seguros. La parroquia o el ayuntamiento ya son en sí mismas instancias pensadas para la procura de las personas desde la proximidad. Algunos conventos están siendo abandonados por los monjes para dejar el espacio a los que llegan, y en ciertos municipios, sobre todo en los más pequeños y manejables, es mayor la rapidez para pedir la ayuda de la población en la provisión de espacios, de alimentación, de ropa y de abrazos.

Los que aún están por llegar serán no solo huidos, sino también pobres, sin lazos familiares o de amistad en los puertos de llegada. Se parecerán cada vez más a los inmigrantes a quienes en general no hemos tratado igual a estos por los que ahora en cada esquina hay una propuesta de solución al amparo de la bandera de Ucrania. La pregunta, sin duda, es si al final se entenderán aquellos, como estos, en clave de problema, o seremos capaces de encontrar en cada recién llegado el ser humano que es y el trato que como tal merece. No será fácil, no solo porque los recursos son limitados; también porque ser inmigrantes o refugiados no asegura la bondad de sus conductas. Como tampoco el autóctono tiene a ese respecto patente alguna. Pidamos, pues, para que, si vuelve a aparecer el reptil agazapado en nuestro cerebro, lo temple nuestro sentido de civilización.