En los últimos días hemos sabido de dos o tres acontecimientos que podrían considerarse independientes, pero que no lo son. Por una parte, los belgas han decidido que es lícito matar a alguien que quiere acabar con su vida por el tremendo dolor psicológico que padece. Por otra, la Francia macroniana avala considerar la asistencia sexual a los discapacitados como un servicio sociosanitario con el que hacer efectivo el derecho al placer. En España se han hecho eco los medios de comunicación de los avances de la Dra. Veiga en la manipulación de embriones (solo un rato, solo en los que se iban a tirar a la basura); al tiempo que el conseller Bargalló ultimaba la ley sobre los centros concertados que los dejará justo en lo contrario, desconcertados, al ver que el número de plazas disminuye en correspondencia con la explícita voluntad de sustituir el derecho de los padres a educar a sus hijos en sus convicciones por el derecho del aparato estatal a hacer de ellos ciudadanos con nula tendencia a disentir, cerebralmente lo más uniformados posible desde las aulas, mientras la televisión va vomitando basura para rellenar los espacios vacíos que puedan quedar entre neurona y neurona, generando enormes contradicciones en personas en formación. Cómo asumir la crítica del heteropatriarcado y el sueño de la independencia catalana mientras nuestras conciencias individuales colapsan porque las canciones y programas más seguidos (todos ellos del “país invasor”) hablan de machos redentores y muestran a mujeres mercancía contentas con su papel… ¡menudo lío! Si a eso le añadimos el avance constante de la inteligencia artificial en la sustitución de lo que pensábamos que eran facultades singulares del humano, percibir los contornos de la humanidad deviene una tarea complicada.

Quien quiera cualquier otro tipo de formación humanística, religiosa o meramente de conducta, solo tiene, a juicio de quienes han montado este espectáculo, una solución: pagárselo

La confusión se agrava por la reivindicación sobre realidades que en cualquier otro momento, excepto en la Roma de la decadencia, justo antes de la caída, se han considerado perplejidades, si no billetes seguros a una consulta médica: que no hay sexos, que cada cual tiene derecho a sentirse humano, animal o planta, que todo vale lo mismo, y que negarlo significa afrentar la dignidad. Como quiera que ése es el discurso que sin duda calará en una escuela que comparte tales postulados y donde la libertad de cátedra por razones obvias siempre es limitada, quien quiera cualquier otro tipo de formación humanística, religiosa o meramente de conducta, solo tiene, a juicio de quienes han montado este espectáculo, una solución: pagárselo. Con ello la discriminación en el ejercicio (que no placer) del derecho fundamental recogido en el artículo 27 de la Constitución, en todas las declaraciones internacionales de derechos humanos y en el propio texto del Estatut, está asegurada: solo podrán ejercerlo los ricos.

Sin duda es importante lo que suceda con la economía dejada en manos de quienes piensan que la planificación a la soviética es el mejor modelo, pero en eso y por ahora, siempre nos quedará Europa. En cambio, por lo que respecta a la intelección de los valores y principios que deben regir nuestra conducta, no sé si contaremos con la colaboración de nadie. Y a quienes pensamos que la Providencia sigue escribiendo, aunque lo haga en renglones cada vez más torcidos y estrechando día a día el margen para disentir, alguien sin duda se atreverá a decirnos, como en el viejo chiste: “Sí, pero, ¿hay alguien más?”.