En 1929 Ernest Hemingway escribió Adiós a las armas, una novela que, aunque ambientada en la Primera Guerra Mundial, fue adaptada al cine en diversas ocasiones, en todas ellas presente el alegato que el autor hace del amor como el mejor antídoto a la guerra, a pesar de su mirada inteligente y crepuscular sobre la inevitabilidad de los conflictos humanos. Pues bien, estos días vuelve a estar en la opinión pública el debate sobre la tenencia privada de armas, a raíz de la terrible masacre producida en una escuela de Texas, donde un muchacho de 18 años ha matado a 18 niños y dos profesores, pocos días después de que otro adolescente, de filiación supremacista, acabara con otras tantas personas en Búfalo, en la frontera con Canadá. El uso de las armas para resolver controversias es tan antiguo como poco reptiliano. Es el humano el que percibe la fuerza de los instrumentos para auxiliar la suya propia. Es el humano el que, en cada nueva contienda, ha ido perfeccionando la tecnología que le ha distinguido del resto del reino animal, convirtiéndolo en el más letal depredador de la tierra. Por tanto, entender que las armas como fórmula para la resolución de conflictos es algo primitivo resulta naif y solo conveniente para intentar corroborar el discurso pacifista, que es tan atractivo como imposible, sobre todo desde la creación del armamento nuclear.

Intentar analizar la realidad estadounidense con el prisma europeo es tan frívolo como pensar que su partido demócrata es de izquierdas: los Estados Unidos de América son una enorme diversidad cultural, con un origen social en toda la humanidad desclasada, delincuente, desesperada, famélica y huida de la vieja Europa y otros lugares del mundo hace cerca de tres siglos, que encontró en un territorio amplísimo, exterminación de su población indígena mediante, un lugar nuevo en el que reproducir la eterna lucha por el poder. Una lucha en la que el enemigo también es interior, donde cada casa aislada es una oportunidad para el asalto, al modo en que lo eran (y lo siguen siendo) las masías catalanas para los mitificados bandolers y donde, en consecuencia, también hoy se hace necesario disponer de armas con las que defender lo propio, sea la vida o la casa. Quizás por esa circunstancia originaria no se les pasa por la cabeza condenar a quien se defiende, si al hacerlo mata al intruso en su morada, algo que en España siempre va al revés, para desespero de las víctimas. En ese contexto, se ha vuelto a producir un “Columbine”, nombre metáfora de todos los asaltos con armas, provocados por personas desequilibradas sobre masas de inocentes, con resultados dramáticos. A partir del originario Instituto Columbine, donde en 1999 dos estudiantes de último año acabaron a tiros con la vida de doce de sus compañeros más pequeños, Michael Moore analizó la relación entre la tenencia de armas y este tipo de sucesos luctuosos. Ganó por ello diversos premios, pero en su documental en el fondo no se corroboraba la hipótesis de que la violencia se exacerba en la permisividad con su uso, pues contraponía precisamente el caso de Canadá, donde el porcentaje de armas entre la población es similar y el número de muertes de ese tipo, mucho menor.

Entender que las armas como fórmula para la resolución de conflictos es algo primitivo resulta naif y solo conveniente para intentar corroborar el discurso pacifista, que es tan atractivo como imposible

Como la relación entre armas y muertes absurdas no queda, pues, establecida, se echa mano del carácter lobbista de la Asociación del rifle, que efectivamente tiene mucho poder, pero tanto como otros tantos lobbies, en una sociedad que se enorgullece de hacerlos visibles, a diferencia del modelo opaco europeo. Es verdad que las armas, y la guerra, son un gran negocio, pero lo son porque la seguridad es un valor creciente en las sociedades modernas, y, salvo que seamos capaces de invertir en educación, en salud mental, en civismo y en fuerzas policiales, el ser humano se defiende casi con la misma contundencia con la que algunos están dispuestos a aprovecharse de la debilidad. Desde siempre y parece que por mucho tiempo.

Que un niño tenga un arma en sus manos es responsabilidad de su familia. Que una persona desequilibrada tenga un arma en sus manos es un peligro, por supuesto, pero una persona desequilibrada tiene en una droguería de barrio la misma posibilidad de encontrar elementos letales para la integridad de sus congéneres. Y a muchas mujeres, estoy convencida de ello, les habría gustado tener un arma en sus manos el día en que fueron agredidas, violentadas o puestas en peligro de muerte por amenazas reales contra las que su complexión o fuerza las hacía víctimas fáciles. La jungla continúa existiendo, y quizás porque su sociedad es muy joven, en USA parecen ser más capaces de decirlo en voz alta. Que no nos guste es otra cosa.