Dos niñas han muerto en los últimos días. Una ha sido objeto de todo tipo de reportajes al más puro estilo de aquella Nieves Herrero de los noventa y sus preguntas sobre otras niñas de entonces, que, como éstas, nacieron carentes de suerte. De la otra, en cambio, solo ha habido una breve nota a pie de página en los diarios y noticieros del día en que fue asesinada. Si se trata de niñas de similar edad, fruto una y otra de matrimonios fracasados donde la pulsión posesiva ha marcado el camino de matar y morir, ¿cuál es la diferencia? Sin duda una de las cosas que distinguen ambos filicidios es la autoría de cada crimen: a Olivia la mató su padre, parece que narcisista y en todo caso celoso de la nueva relación de su exmujer con un hombre mucho mayor y del que no podía soportar que conviviese con sus hijas. A Yaiza la mató su madre en Sant Joan Despí por parecidos motivos, con similar premeditación, con la que parece es la misma voluntad de morir tras matar que en el caso tinerfeño. Ambos querían castigar a sus exparejas infligiéndoles el mayor dolor posible. Pero solo una de las muertes ha provocado manifestaciones, posicionamientos parlamentarios, e indignaciones impostadas en cuantos se arrogan la posesión de la verdad y de la frontera entre lo tolerable y lo que no lo es, amén de una miríada de programas que rayan el delito en su manipulación de una esperanza, que todo el mundo sabía infundada, de poder hallar a las niñas de Tenerife con vida. Todavía soy incapaz de entender en qué se distinguen ambos crímenes y por qué uno de ellos es violencia de género y el otro, en cambio, un número más en una estadística de asesinatos de irrelevante autor.

¿Cómo evitar un tipo de muerte provocada por quien después acaba con su propia vida, demostrando así la irracional raíz de su acción, el impulso incomprensible que lleva a matar y morir? 

He comprobado estos días lo difícil que resulta hablar de estos temas sin que alguien piense (o solo diga, que para mí tengo que es difícil creerse realmente algunas milongas) que criticar la ideología de género tiene algo que ver con justificar el maltrato al que algunos hombres someten a sus mujeres y que en muchos casos es la triste repetición de un esquema encajado en el inconsciente a golpe de ejemplo vivido y sufrido. Pero a quienes claman por soluciones todavía es hora de escucharles cuál es la que proponen: ¿de qué modo se resuelve lo imprevisible? Porque nos encontramos ante ese tipo de males absolutos que, sean quienes los cometan hombres o mujeres o tertium genus (en la absurda terminología queer), surgen de pronto en esas parejas de las que nadie en el vecindario habría dicho que podían tener problemas. ¿Cómo evitar, por otra parte, un tipo de muerte provocada por quien después acaba con su propia vida, demostrando así la irracional raíz de su acción, el impulso incomprensible que lleva a matar y morir? ¿Cómo usar el Código Penal para castigar a quien, muerto, no podrá ir a la cárcel, o a quien, vivo, contempla con indiferencia la prisión, el pago razonable a su placer de matar, a la realización de una venganza cebada sobre terceros?

El discurso de la educación, que durante años ha llevado a las escuelas toda la pantomima sobre cómo eliminar desde el principio violencias machistas choca, además, con esa moda reggeatoniana deleznable, jaleada por las mismas mujeres que luego se quejan de las actitudes que imitan, que discurre en videoclips insoportables en los que hombres vestidos de pies a cabeza, calzando marcas y oro a partes iguales, golpean lomos femeninos jadeantes que cimbrean ante ellos dispuestos a la sumisión. Y así, la educación demuestra su fracaso al acumularse más actitudes denigrantes contra la mujer entre la adolescencia y la juventud, borracha o no borracha, pero anímicamente sola. Solo les faltaban las cincuenta sombras que también causaron sensación entre mujeres más talludas y que leían sin ocultarse, porque “eso también es empoderarse”.

Y así fue que más que matar y morir, lo que ha sucedido es lo contrario: muerta el alma entre el relativismo y hedonismo, en la última vuelta del camino se puede hacer verosímil acabar con la vida ajena y corroborar que la propia hacía tiempo que dejó de ser.