Llegados a este punto, quizás sea mejor hablar de otro tema. Si unos tildan a Serrat de traidor por decir en voz alta lo que es evidente; si los otros han hecho todo lo posible para que tal verdad lo sea; si desde allá se envían contingentes de la Guardia Civil al grito de “a por ellos” y por aquí ya sé de un cumpleaños celebrado en dos tandas porque los que irán a votar no se juntan con los que no quieren hacerlo; si ya nadie recuerda que en cualquier enfrentamiento hay que dejar al contrincante una salida, si para unos solo hay un final de aplastamiento y para otros hay que vencer o perder para erigirse en mártir; si incluso esto que digo con la mejor intención será criticado con verbo soez por todos los que se han visto arrastrados a la espiral de tener que estar en uno u otro bando para ser considerados buenos patriotas en patrias absurdamente enfrentadas; si todo eso está así, quizás haya llegado el momento de hablar de cualquier otra cosa hasta que todo pase.

Mi punto de inflexión, mi duda sobre la necesidad del silencio (no cobarde, sí prudente, no elusivo, sí cooperador, no despreciativo sino compasivo) ha llegado al escuchar a Felipe González decir que éste es el momento que más le ha preocupado en los cuarenta últimos años.

No puede haber olvidado las tremendas cosas que ha vivido España en esos cuarenta años a los que alude

No sé cuántos años tienen los hijos de González, probablemente nacieron antes de que a él le llegase la tremenda preocupación de que España pueda verse privada de una de sus partes (esenciales), pero no entiendo que sus mayores preocupaciones no estén relacionadas con la vida de los suyos, o con la de los demás. E imagino que por eso me ha venido a la cabeza aquello de “antes roja que rota”, que ha hermanado desde siempre el nacionalismo español. Porque hasta ahí nada que decir; él, a diferencia de buena parte de la extrema izquierda, la que está haciendo guiños al independentismo por el mero hecho de poder desgastar el PP (que se desgasta solo, no hace falta que le ayude nadie), él parece más a gusto en las filas populares, una evolución ideológica comprensible, y desde esa posición le resulta fácil decir que “antes azul que rota”. Pero no a costa de cualquier cosa. Porque no puede haber olvidado las tremendas cosas que ha vivido España en esos cuarenta años a los que alude: él vivió la vergüenza de tener que esconderse en su escaño durante el tejerazo (esa noche en que su compañera socialista Anna Balletbó salió antes que nadie del Congreso por su estado de gestación); padeció el azote de ETA cuando la banda de asesinos decidió “socializar el dolor” (y se llevó por delante a otro socialista, Ernest Lluch, a tantos otros de uno y otro color político, de ningún color político); sobre su cabeza planea la X de un míster que tenía que saber que el ministro Barrionuevo financiaría otra banda para matar a la banda, y se llevó por delante a inocentes, porque la negligencia campó en toda la operación. Ha visto corromperse el sueño de cambiar España en manos de Roldanes, y de la “beautiful people” que se enseñoreó de su partido en torno a delicados platos de lentejas, y hubo hermanos de compañeros de viaje que deslucieron la labor global. ¿Y es ésta de ahora su preocupación mayor?

No ver que en la actuación reactiva la cuerda se tensa más, que solo con la ley vencerán pero no convencerán y que los mayores responsables de generar templanza son los políticos, me parece una ceguera que González no se puede permitir

 Ya he dicho varias veces que en todo este proceso el independentismo ha cometido enormes errores y que a los juristas eso nos debe apartar del entusiasmo con que abrazan la causa contra viento y marea los que, también aquí, creen que el fin justifica los medios. Pero no ver que en la actuación reactiva la cuerda se tensa más, que solo con la ley vencerán pero no convencerán y que los mayores responsables de generar templanza son los políticos, me parece una ceguera que González, que ha visto tanto, que lo ha visto todo, no se puede permitir.

No sé si puede ser consciente de lo que sus palabras significan para una generación como la mía (o para la de mi madre, que lo vio como símbolo de la culminación de una transición que se cerró cuando un partido del bando vencido (el partido de “Isidoro”) ganó por goleada las elecciones generales de 1982. Creer que aquella gesta lo justifica todo en la cerrazón actual es un error. Los que más saben más cercanos deberían sentirse a aquellos que ahora vuelven a querer cambiar algunas cosas. Todo lo nuevo no siempre es bueno, pero tampoco está dicho que deba necesariamente ser peor.