Hemos comprobado estos días como hasta el más zarrapastroso muchacho norteamericano se viste como Dios manda para acudir a una cita con una institución de su país. Deberían aprender quienes creen que el Parlament es el patio de su casa o el sofá en el que se arrellanan cómodamente en tardes lluviosas de domingo. El respeto a las instituciones se demuestra entre otras muchas cosas así, y Zuckerberg demostró ante la comisión de investigación sobre el Facebookgate por qué razón ha llegado a dónde está, a pesar de las oscuridades que se apuntan en su personalidad. Es inaudito que podamos tomar en serio a esa serie de personajes atrabiliarios persistiendo en empequeñecer a los cargos de representación que ostentan con lenguajes y atuendos lastimosos.

Vaya también el aviso para quienes en el periodismo simulan ser clones de los políticos a los que cubren. La vestimenta se parece, y el lenguaje de las tertulias y las crónicas está plagado de muletillas, lugares comunes, frases tomadas en préstamo con difícil homologación de situaciones e imágenes que no son más que el resultado de hablar mucho de lo que mucho se ha oído pero poco se sabe. Si a ello añadimos que en los medios audiovisuales se aprecia a menudo y a partes iguales una carencia de saber estar ante la cámara y una locución atropellada y confusa, la situación acaba por ser lo más parecida que imaginarse pueda a la de los representantes políticos y cargos públicos en general a los que me refería en el párrafo anterior.

Con esos mimbres, mezcla de mala educación, irrespetuosidad institucional e incompetencia oratoria y gestual, se teje el error de que quien se viste con corrección y es capaz de construir una oración subordinada, siquiera sea de relativo, ya es un actor político, e incluso puede que se le adjudique la metáfora de turno, sea ésta Macron o Churchill. Pero no. Para que tras la corrección formal haya algo parecido a un político, la medida de todas las cosas está en la altura de su mirada, que es tanto como decir el lugar en el que coloca los objetivos que le compelen a la acción. Si solo lo es codearse con los que ya llevan la púrpura (soberbia), mudarse a un barrio más elegante del que le vio nacer (avaricia) o comer sin mirar la cuenta todos los días que los votantes sigan aguantando su presencia (gula), hará lo que haga falta para seguir ahí. Sus objetivos serán meramente tácticos (la estrategia solo servirá para la pretensión menor de derribar al adversario), y cualquier decisión vendrá determinada por las malditas encuestas, esas preguntas hechas para averiguar de qué modo transformo aquellos principios de ayer en los más convenientes para mañana.

No me imagino a Macron, ni a Churchill, ni a Merkel lanzando un tuit de ese tenor

Hoy una tal Tamara, vecina de un barrio modesto de Viladecans, con una vida que se me antoja profesionalmente tan anodina como la de muchos que en su día se vieron tentados por participar en la kale borroka o por la aventura yihadista, se ha metido en un lío morrocotudo, que tal vez se desinfle en parte, pero que sin duda ya le ha reportado más de un sudor frío. Los papeles que le han sido incautados en el registro parecen documentar su conocimiento de datos (¿?) sobre el cuartel de la Guardia Civil de Barcelona. A eso se añadió fantasear en las redes con la posibilidad de que los cuatro pelagatos de un CDR pudieran paralizar el puerto, “jodernos”, vaya. Y así la “jodida Tamara” (es un decir) fue objeto de un tuit por parte de quien aspira a llevar a mejor puerto que el presente esta aventura en permanente construcción llamada España. Y no, no ayuda nada decir que la “jodida Tamara” es ahora pasto de su deseo, que Tamara “está jodida”. Tamara y ese que se alegra de que esté jodida no están al mismo nivel, o en teoría no deberían estarlo.

No me imagino a Macron, ni a Churchill, ni a Merkel lanzando un tuit de ese tenor. Tampoco a sus adversarios políticos. Solo puedo imaginar a gente como Trump diciendo cosas de ese tipo, a la altura intelectual de esas sudaderas que Zuckerberg no se pondría ni soñando en el trance de atender las preguntas de los senadores estadounidenses. Porque, aunque no todas las ideas sean tolerables, en el respeto por el otro (en lo que se dice, en cómo se dice, y en cómo se viste uno cuando tiene que decirlo) consiste, en definitiva, la parte esencial del amor a la patria con la que tantos se llenan la boca y tan pocos son consecuentes en la actitud.