Cuando aún estamos reflexionando sobre el alcance y razón de la inmunidad parlamentaria, estalla el asunto Corinna como sujeto pasivo de la “generosidad” del rey emérito español. Una investigación judicial suiza, en la que a España han sido reclamadas las grabaciones realizadas por el comisario Villarejo a la exprincesa consorte, ha desatado una tempestad que sin duda debe de haber alarmado a Felipe VI.

Sabido es que la figura del rey goza de inviolabilidad. El parágrafo tercero del artículo 56 de la Constitución española nada más dice, aunque en una interpretación sistemática y a tenor de lo que reza el parágrafo siguiente de ese mismo artículo, deberíamos entender que lo es tan solo por aquellos actos en los que su voluntad es ritual o simbólica y donde lo que cuenta es el refrendo de algún miembro del Gobierno (es lo que ocurre cuando sanciona una ley o si algún día tuviese que declarar una guerra) o del Parlamento (como ocurre cuando nombra al propio presidente del gobierno). Sin embargo, en la interpretación realizada por el Tribunal Constitucional para diversas situaciones y acciones en las que se ha pretendido buscar la responsabilidad del rey en otro tipo de actos, el rey es inviolable también en los personales, al menos en los realizados durante el tiempo en que ejerce su cargo.

Efectivamente, y aunque no diga nada la ley, en una interpretación pro libertate del texto constitucional, el rey queda salvado en todo caso, y así fueron anuladas por el Tribunal Constitucional comisiones de investigación en torno a asuntos como el actual y una reprobación de Felipe VI llevada a cabo por el Parlament de Catalunya en relación con su actuación en los hechos de octubre de 2017.

Puede incluso llegar a decirse que, por lo que respecta a Juan Carlos I, el pacto es rescindible por una cuestión relevante: parece haber olvidado que la inviolabilidad no es un privilegio; que es una tremenda responsabilidad

Sin embargo, algunos puntos se escapan a la tal consideración de la figura jurídica de la inviolabilidad del rey. Sabemos que la actual sintonía social con la monarquía pasa por momentos delicados, en un contexto general de erosión de las instituciones. A la existencia de un sector políticamente favorable a su abolición, se ha añadido en los últimos tiempos la gente que quedó impactada con las fotos de Juan Carlos I junto al elefante abatido durante una cacería. Lo que 20 años atrás hubiera sido aplaudido, en el momento en que se conoció, rompió la mágica relación que hasta entonces había mantenido la sociedad española no con la Corona, sino con la especial manifestación borbónica de la misma que simbolizaba el rey Juan Carlos, junto a Suárez, Carrillo, Gutiérrez Mellado o Fernández Miranda, de una época llamada Transición que unió, con luces y sombras, el régimen franquista y la democracia.

Rota la magia, ya todo fue posible, y Villarejo ha sido solo la mano que mece la cuna, esa misma mano que, según Pujol, arrimada a cierto árbol, podría haber hecho caer manzanas tan envenenadas como ésta. Si algunos seguimos pensando que es la monarquía la jefatura del Estado que mejor se acomoda a la complejidad de las Españas, es cierto también que se trata de una institución pactada en unas determinadas condiciones, pacto en el que una de las partes parece haber incumplido con la elemental lealtad hacia la otra, el pueblo español. En ese contexto puede incluso llegar a decirse que, por lo que respecta a Juan Carlos I, el pacto es rescindible por una cuestión relevante: parece haber olvidado que la inviolabilidad no es un privilegio. Que es, como el propio poder que la justifica, una tremenda responsabilidad. Va a ser difícil escapar del escarnio que pueda suponer ver a la puritana Suiza, paraíso fiscal hasta anteayer, pedir una euroorden imposible para que sea juzgado un rey. Aunque ya no lo sea.