Hace unos días leía un artículo en el que se ensayaba una verosímil explicación para el hecho de que en la política la mediocridad se haya instalado sin esperanza aparente de que se trate de una cuestión provisional. Entre las variadas razones para tal situación se recordaban: unos sueldos parejos a la incompetencia de sus receptores, de modo que cualquier otro solo se permite asumirlo si no aspira a más o ya lo tiene todo; la confusión entre la necesaria transparencia de la gestión pública y el chismorreo constante sobre las vidas privadas por parte de tantos pecadores que ya se atreven a tirar la primera piedra y todas las demás; la constante crítica por parte de descreídos, ignorantes, amargados, demagogos y los siempre convenientes plumillas de parte (en ocasiones pagadas por el adversario, en el peor de los casos, por el compañero de partido); la confusión tantas veces interesada entre verdades y rumores… demoledor es el efecto de todo ello en la selección natural de la clase política (sí, es una clase y, en algunos casos, una casta de raíces seculares). Nadie con cosas que hacer, una vida rica y plena, intereses y vida personal reconfortante puede sentirse tentado a meterse en esa jungla, si no es por una condición heroica, no precisamente mayoritaria en el presente. 

Pero desde luego, a la responsabilidad de unos medios de comunicación frívolos y de una comunidad de individuos gobernados más por la envidia que por el sentido de la responsabilidad, hay que añadir las propias endemias de quienes se dedican a la cosa pública. Como creo recordar que algún día dijo Boadella (y parece una ironía), tanta menor belleza alumbran los rostros en la medida en que mayores responsabilidades asumen. Hemos visto a los Suárez, González, Aznar o Zapatero de turno, así como a los aspirantes más o menos eternos a conseguirlo, y a sus homólogos en la política autonómica, transformar su semblante (para mal) en pos del poder. Creo que el único ser con grandes responsabilidades en la política reciente que no cambió de cara fue Rajoy, aunque no sé si es un halago o una crítica advertir en él tan impasible condición. Sea como sea, sus caras disimulan poco unas almas gobernadas por la soberbia, tanta más cuanta mayor es la envidia que incomprensiblemente sufren.

Y así la duda permanece: no sabemos si quien triunfa se envilece por ello, o puede llegar al poder justamente por su intrínseca vileza. En todos (menos en quienes han enloquecido, y quizás algunos de los que han sido destronados), la sensación final que producen es que la hybris los devora, como suele devorar los semblantes de cuantos quieren, sin conseguirlo, pactar al modo de Dorian Gray. La soberbia del mediocre no deja espacio ni para la belleza (¿belleza?) diabólica. Imposible belleza.