Si hubo un tiempo en el que se decía que una imagen era más valiosa que mil palabras, imaginemos la proporción en la que la victoria para la primera se hace inapelable en un tiempo como en el nuestro en el que el espectáculo esperpéntico es objeto de las mayores audiencias, y en el que un examen realizado a los principales líderes políticos no resistiría el test de solvencia intelectual más frívolo que pudiera imaginarse. En ese contexto, Nadia Calviño ha advertido a los reporteros gráficos que lamenta mucho fastidiarles su trabajo, pero que ella no se hace fotos si es la única mujer del grupo.

Dejemos a un lado que en este contexto en que hablar de hombres y mujeres se ha vuelto casi un problema: ¿quién le dice a Calviño que en la foto que rechaza no hay realidades sexuales tanto o más discriminadas que la femenina, o que entre esos hombres que no le parecen suficiente para posar no habrá alguno que se sienta mujer; o que entre las mujeres que en su caso posaran para aliviar tal preocupación por la paridad no habrá alguna que se considere muy macho? Se ha metido a ese respecto en un jardín del que es difícil salir sin perder alguna pluma, pero es que, además, en sí misma, su idea ¿qué sentido tiene?

Nada cambiará del todo mientras las mujeres sigamos manteniendo la apariencia de excepcionalidad en nuestra participación en el mundo laboral

Una vicepresidenta de gobierno, encargada de los asuntos económicos, a la que sigue una reputación de solvencia y rigor a su paso (burocrático, hay que decir) por las instituciones europeas, se descuelga con que ella no sale en fotos en las que no haya más mujeres; que se permita semejante capricho avala la tesis con la que iniciaba este escrito: aquí no importa ya nada la acción, ni siquiera la palabra, ya solo queda la gesticulación, la postura, la apariencia. Pero ¿apariencia de qué? Imagino que apariencia o visibilidad del talento femenino, sí. Pero incluir a mujeres en la imagen es lo que se hace en las competiciones deportivas, cuando al podio de solo hombres se lo adorna con portadoras de botellas de champán; o en las ferias de diversos sectores cuando los más atractivos stands están poblados de azafatas entre las que es difícil encontrar alguna fea. ¿Qué hará entonces la ministra en actos donde la totalidad de los participantes sean hombres? ¿Pedir a las que se prestan a aparecer como comparsas que se suban a la foto? ¿Y sublimará eso de algún modo una consideración femenina que las propias mujeres se ocupan en ocasiones de desprestigiar con ese tipo de actividades?

Nada cambiará del todo mientras las mujeres sigamos manteniendo la apariencia de excepcionalidad en nuestra participación en el mundo laboral, mientras Calviño y tantas otras han escalado ya las cimas del poder. Decían algunas que las mujeres tenemos el mismo derecho a que las estúpidas también tengan cargos, porque entre ellos así ha sido desde siempre. Al menos en el contexto occidental, las mujeres hemos conquistado ya la posibilidad de ejercer cargos y responsabilidades desde la maldad, la estupidez, el arribismo, la inoperancia y el abuso. Y desde la competencia y la calidad, por supuesto.

El gesto de Calviño no contribuirá a paliar brechas, techos de cristal y otras realidades más o menos contrastadas. Al contrario, que Calviño salga sola en la foto, como en muchos otros casos (Merkel, Thatcher, Ayuso o la presidenta Noruega de nombre imposible), significará liderazgo femenino para con hombres subordinados o, como mucho, iguales. Al forzar la foto de la supuesta pluralidad, Calviño desmerece el trabajo de todas aquellas que decimos que no queremos que nadie nos empuje, nos aúpe o nos proteja. Quienes como ella actúan no tienen el monopolio feminista. A mí no me representa.

Pero, ya lo sé, e imagino que era lo único que pretendía, yo también he hablado de ella y no de que, cada nuevo día, con el mismo dinero puedo comprar menos. Ahí está la diferencia entre la foto y la noticia.