Kenneth Rogoff y Carmen Reinhart se hicieron famosos entre el gran público cuando publicaron Esta vez es distinto: ocho siglos de necedad financiera. Corría el año 2009, año central en una crisis económica que los más catastrofistas anunciaban sin precedentes y casi sin solución. El tiempo, a pesar de las críticas que recibieron entonces por haber asimilado la crisis del 2007 a todas las demás que ha sufrido la humanidad desde que estas cosas se pueden contar, les dio la razón, y hoy ya hay quien de nuevo se atreve a predecir, sin recordar que ya fallaron muchos, que faltan poco más de dos años para que estalle una nueva burbuja del tipo que sea. Hacerlo en la barra del bar tiene poco coste, porque las palabras, si no son grabadas, se las lleva el viento, pero quien escribe sobre el tema se expone a la condena inexorable de ser contrastado en el futuro: ¿Qué ha sido de quienes decían que en 2010 descenderíamos a los infiernos para no recuperarnos más? ¿O de quienes pocos años antes aseguraban que harían falta otro par de millones de inmigrantes para suplir la mano de obra necesaria en la efervescencia de una bonanza que luego no fue? Lo tienen escrito, a diferencia del silencio ensayístico clamoroso del tiempo que antecede a la caída del muro de Berlín.

En economía, como en el campo de la ciencia política (o incluso como durante mucho tiempo en meteorología), lo de acertar en las predicciones se encuentra más en el campo de la suerte que en de la probabilidad fundada. Por ello la gran cualidad de Rogoff y Reinhart consistió precisamente en referir lo que no era sobre todo ni economía ni política, sino antes que nada recordatorio de la naturaleza humana y de su natural tendencia a reincidir una y otra vez en la misma piedra. De hecho, tampoco nada nuevo, baste recordar, a modo de ejemplo, el opúsculo de Marx sobre El 18 Brumario de Luis Bonaparte.

¿Qué ha sido de quienes decían que en 2010 descenderíamos a los infiernos para no recuperarnos más?

La diferencia entre quienes se dedican a predecir el futuro y quienes se dedican a prometerlo es que estos últimos siempre pueden justificar que el futuro se posponga. Causas exógenas, como los enemigos demasiado poderosos, o escollos endógenos, como las peleas entre socios con intereses ocultos contrapuestos, pueden llegar a borrar de la memoria de la gente compromisos asumidos por quienes luego no los cumplieron. En la política del presente, todo hay que decirlo, distraer la promesa incumplida es más difícil, ya que se ve de continuo trufada con la memoria que no cesa, la de los medios de comunicación de un mundo digital inacabable. Pero de esa misma mano esclavizadora siempre puede venir la ayuda anestesiante de cualquier pequeño escándalo (o escandalizador teatral) que colabore a provocar el reparador olvido. El escándalo se viraliza, la memoria se hace olvido.

¿O no? El presente en España, quizás en cierto modo emulando mil pasados, avanza sobre la duda sobre cómo se desarrollará el capítulo final de este proceso: si en el choque frontal de pareceres con castigo o premio incorporado para los defensores de las distantes posiciones; o en el incumplimiento flagrante de promesas, en un lado o en otro o en los dos, lo que aboca a la repetición de la secuencia, con cansancio añadido, quizás con aprovechamiento de actores nuevos. Todo para concluir que la mentira en política no se llama mentira. Se le llama “error de predicción”.