Tenemos este verano alguna dificultad añadida al calor desatado en toda Europa. O más que otra cosa, ¿no será el calor la causa de tal dificultad? Tal vez. Ahora que las estaciones nos empujan a diatribas más banales, quiero reflexionar sobre lo que en la enseñanza, en la justicia, en la política, podría llamarse “este curso que termina”.

Para empezar, hay que reconocer, aunque nos cueste tanto, el montón de momentos en que nos hemos equivocado. Quizás ese podría ser el comienzo de una nueva actitud que nos permitiera identificarnos con mayor claridad en los errores de otros. ¿Cuántas veces en la constitución de los ayuntamientos no se han echado en cara, un partido a otro, alianzas que antes o después ellos mismos han perpetrado en otro municipio? Pero hemos construido nuestras críticas y nuestras justificaciones en torno al supuesto “mal menor”, a un “objetivo de país”, o a una “cuestión de estado” que aparente salvarnos de la incoherencia del discurso. Ya se sabe, para todo pacta sunt servanda hay siempre un rebus sic stantibus del que echar mano.

Parecería que sobran los políticos y, sin embargo, ¡cuánta falta nos hace la verdadera acción política!

Del mismo modo, la investidura de Sánchez se ha transformado en una pieza teatral de gusto más que discutible, donde tampoco ha perdido ocasión el periodismo de trinchera para acabar de ridiculizar aquellos personajes que no eran de su devoción. Donde unos veían firmeza, otros, ambición desmedida; donde los de enfrente encontraban claudicación, los propios, flexibilidad. De tal modo que al tiempo podemos considerar las nuevas elecciones el peor de los males para la estabilidad y una nueva oportunidad para evitar que el comunismo se instale en las poltronas casi 90 años después de aquella nefasta vez. Todo en uno, como esos ungüentos mágicos que pierden la magia en el minuto dos.

La peor de las circunstancias, sin embargo, se cierne sobre la propia clase política, porque el vodevil ha permitido apreciar de forma creciente que sin gobierno puede un país tirar adelante. Bastaría solo que el universo de funcionarios que forman las élites del Estado pudiera tomar sin ellos decisiones ejecutivas para que casi todo pudiera seguir adelante en una tecnocracia donde las elecciones deviniesen inconvenientes. Un poco al estilo de lo que ha pasado en el ámbito municipal, donde desde que los interventores tomaron el relevo de las decisiones, los políticos están en ellos sobre todo para obtener recursos para su partido.

Parecería que sobran los políticos y, sin embargo, ¡cuánta falta nos hace la verdadera acción política!, esa en la que no se tuercen las voluntades por el miedo a perder el puesto. Esa que solo se vislumbra de vez en cuando, sobre todo al mirar atrás. ¿Qué dirán de nuestro tiempo presente en el futuro? Pienso que tal vez nos falta perspectiva, pero también me temo que sean necesarias algunas otras cosas cuyo nombre ya casi se ha perdido en el desuso. Propongámonos, siquiera eso, recordarlas ahora que se cierra el curso. Un ejercicio necesario para cuando empiece el próximo.