Los robots van imponiendo su presencia en nuestra vida cotidiana: fascinantes artilugios de cocina, aspiradoras que localizan la menor pelusa, neveras que te avisan de que falta leche o sistemas más o menos complejos de identificación de las necesidades de luz o climatización de la vivienda son ejemplos que sin duda conectarán al lector con alguna experiencia personal o de su entorno inmediato. En numerosas películas de ciencia ficción los hemos visto dominar a los humanos en una visión antipática y apocalíptica de sus funciones, pero a veces hemos contemplado cómo salvaban la vida a los protagonistas de la historia, cuando, por ejemplo, operaban una apendicitis o recomponían un cuerpo minado por el cáncer en pocos minutos. De la ficción al mundo real, en breve podríamos ver cómo el ámbito hospitalario se ve invadido de copias de Cobi, el robot que pone vacunas sin usar agujas.

Cobi, con un nombre que nos recuerda la creación de Mariscal para los Juegos Olímpicos de Barcelona, no es ahora un muñeco, sino un robot. Se trata de la invención de una compañía tecnológica que ha querido acabar con la fobia de tantas personas a las agujas, en particular las utilizadas para inyectar productos subcutáneos, entre los cuales, por causa de la pandemia, los que nos resultan más familiares son las vacunas. No descartemos, sin embargo, que en el futuro también se utilicen para el tatuaje, una práctica de ilustración sobre la piel humana que va ganando adeptos día a día.

Quien reciba de Cobi la vacuna deberá luego esterilizarse la zona y ponerse la tirita por su propia cuenta. Ni un golpecito en la espalda, ni un “que vaya bien”, ni una mísera interacción con nuestra doliente humanidad se puede producir por parte de Cobi, y si se produjera, resultaría inquietante

El robot Cobi escanea el cuerpo, decide qué carga viral necesita cada persona según su complexión, localiza el lugar del brazo en el que la vacuna debe ser suministrada y la descarga mediante chorros a presión, sin producir dolor alguno. En una época aterrada por cualquier forma de sufrimiento, tanto como para haber generado un derecho a su evitación, Cobi resultará salvífico. Sin embargo, introduce un debate sobre el factor humano asociado, y en general considerado necesario, en la relación entre el paciente y el personal sanitario, que sin duda va a ir viendo amenazado su lugar en un mundo hipercomunicado, sí, pero donde cada individuo está cada vez más aislado.

Quien reciba de Cobi la vacuna deberá luego esterilizarse la zona y ponerse la tirita por su propia cuenta. Ni un golpecito en la espalda, ni un “que vaya bien”; ni una mísera interacción con nuestra doliente humanidad se puede producir por parte de Cobi, y si se produjera, resultaría inquietante. Como en esas gasolineras en las que no cabe ni la mínima conversación con el cajero al que compramos, con el suministro, un café o un paquete de caramelos, se instala un silencio humano absoluto en medio del ensordecedor ruido de todo lo que hemos sido capaces de crear. Recreado en otras películas legendarias (Soy leyenda) o menos (Marte, Passengers), el escenario de soledad permitirá decir, no sé con qué actitud, la que en todo caso es una frase carente de esperanza: “Un Cobi postolímpico y yo”.