Desde que el podemismo ha llegado al poder municipal gracias a la ayuda inestimable de Manuel Valls y el concurso de quienes también son sus socios en el gobierno de España, Barcelona está cada vez más irreconocible: sucia, insegura, ocupada y ahora hundida en la irrelevancia por un virus que, de tan pequeño, es poderoso recordatorio de lo relativo de las dimensiones que a menudo nos preocupan. Esto último no es, desde luego, una responsabilidad del ayuntamiento, pero sin lugar a dudas sí lo son aquellas otras circunstancias que, en vez de facilitar las cosas, nos hacen el camino más cuesta arriba.

Quienes tenemos la suerte de trabajar en las periferias de la ciudad hemos notado en menor medida esa absurda nueva gestión del espacio y de la movilidad que se ha empeñado en utilizar la alcaldesa para distinguirse de sus predecesores. Hacer la vida imposible a quien se tiene que mover en coche por una ciudad de orografía difícil como Barcelona ha sido la constante de los últimos tiempos: la puntilla a los límites de velocidad (comprensibles) y a la eliminación del menor espacio de gratuidad para el aparcamiento (hasta aceptable) amén del zurcido urbano con carriles para todo tipo de adminículos silentes y peligrosamente veloces, ha sido el invento de los bloques de piedra separando un nuevo espacio, con colorines diversos, por el que transitan peatones con pocas ganas de ir por la acera, aunque les quede a un palmo. Un misterio. Ni que decir tiene lo que eso genera en la psicología de la urbe: la sensación de descampado por el que deambular desordenadamente se hace regla y la metrópoli deviene jungla de asfalto en el menos cinematográfico de los sentidos.

Barcelona está cada vez más irreconocible: sucia, insegura, ocupada y ahora hundida en la irrelevancia por un virus que, de tan pequeño, es poderoso recordatorio de lo relativo de las dimensiones que a menudo nos preocupan

No sé quién se sentará en esos bloques de piedra sin respaldo (imagino que sustitutos de unos bancos que ya han sido sustraídos a golpe de sierra de lugares diversos) cuando llegue el frío, ni qué otro sentido que obstaculizar las vías de circulación han tenido quienes nos gobiernan, esos que no padecen ninguna de sus inconveniencias porque el coche oficial pasa por donde quiere. Pero sí sé que son un símbolo de todo lo que no funciona, de todo lo que está por hacer.

Por supuesto cada vez que alguien critica alguna de las desgracias que se han ido acumulando, la alcaldesa y su equipo siempre tienen excusa. Lo que se les reclama no lo pueden hacer (tampoco querrían en algunos casos, como el de facilitar el desalojo de las mafias de ocupas que crecen a ritmo del boca a oreja). No es competencia municipal poner orden en la seguridad, porque no lo es hacer las leyes para poder limitar los derechos de los delincuentes, pero la primera autoridad de una ciudad como esta es más importante que la mayor parte de los presidentes autonómicos. ¿No tiene nada que decir, en persona y en voz alta? ¿Tampoco evitar que la suciedad o el deterioro del mobiliario urbano se conviertan en el nivel cero de la delincuencia?

Pero si así es, si no pueden, ¿por qué no lo dejan en manos de otros? Sí, el problema es que tampoco sabemos dónde están los otros, y si, quizá, como ella antes de ser alcaldesa, prometerán arreglarlo todo sin tener el menor sentido de lo que significa un modelo de ciudad. Aquí sí que la dimensión importa. Les queda grande esta pobre Barcelona ocupada.