No existe un derecho a ser escolarizado en la lengua materna. Por reducción al absurdo, en Catalunya supondría la necesidad de crear centenares de modelos de escuela para las múltiples comunidades lingüísticas que en ella se asientan. Tampoco existe, sin embargo, un derecho a vivir en una sola lengua dentro de un determinado territorio, menos aún en aquellos lugares en los que existen dos lenguas establecidas como oficiales. Bastante hay con obligar a cualquier instancia pública a entender a las personas cuando se dirigen a ella en cualquiera de esas dos lenguas, sin que ello suponga el derecho a que lo haga en aquella que el usuario del servicio utiliza. Tampoco está establecido en ningún sitio el mecanismo para asegurar que al acabar la escolarización obligatoria se tenga una competencia plena en castellano y catalán; de hecho, puedo afirmar, tras tres décadas en el mundo universitario, que año tras año compruebo cómo se va deteriorando la comprensión lectora y la expresión escrita, así como se mantiene entre los estudiantes un nivel importante de diglosia (desventaja siempre asociada al hecho de manejar dos lenguas muy semejantes, lo que en sí mismo es, por otra parte, una ventaja para el aprendizaje de otras terceras).

En el fondo, políticamente hablando, se ha utilizado la lengua como herramienta de confrontación a partir del momento en que se considera un instrumento para la construcción nacional

En ese mar de incertidumbres, dos cosas están claras: la competencia de la Generalitat catalana para establecer el modelo educativo, entre los cuales el de inmersión lingüística, es una posibilidad tan legítima como cualquier otra (de hecho, es lo que hacen algunas escuelas privadas con el alemán, el francés, el italiano, etc.), y la existencia de una competencia exclusiva del aparato central del Estado que imposibilita la capacidad del sistema para blindar nada, por más que se empeñe: la posibilidad de legislar de forma transversal para asegurar el ejercicio de derechos de todos los españoles en cualquier parte de España. Si uno de los derechos es conocer el castellano, ¿esa legislación puede imponer mecanismos de refuerzo del conocimiento del castellano en la escuela?  Aquí comienza el problema que ha acabado con la providencia que ha dictado el Tribunal Supremo inadmitiendo el recurso de casación contra una sentencia del TSJ de Catalunya que confirmaba la legalidad de la medida en su día tomada de acuerdo con la ley de educación del ministro Wert, de establecer una tercera hora de castellano. Menudo lío jurídico, del que la mayor parte de la gente sin duda tendrá solo la imagen deformada propiciada por sus políticos y medios de comunicación de referencia: porque ni esa tercera hora elimina la inmersión, ni asegura estudiar en la lengua materna, ni supone mayor peligro para el catalán, ni va a salvar el castellano de ningún ostracismo supuesto, ni va a cambiar la actitud de los dos bandos enfrentados a este respecto. Solo ha venido a poner de nuevo de manifiesto que no somos capaces de salir del atolladero de mezclar constantemente a los tres poderes del Estado en una batalla en la que todos salen perjudicados en cuanto a su prestigio.

Porque en el fondo, políticamente hablando, se ha utilizado la lengua como herramienta de confrontación a partir del momento en que se considera, ya por parte de Jordi Pujol, un instrumento para la construcción nacional. En cambio, la realidad, que es muy tozuda, demuestra que el independentismo ha crecido de forma inversamente proporcional al modo en que el catalán ha abandonado la calle. No digo que estén relacionados, solo digo que no se pueden identificar las lenguas con las naciones. De otro modo, los Estados Unidos de América no tendrían como lengua oficial la misma que el país del cual se independizaron hace casi tres siglos, ni toda Latinoamérica hablaría español.