El objetivo de Manuel Valls era que el alcalde de Barcelona no fuera independentista y lo consiguió. Por eso es vergonzoso que desde Catalunya nos empeñemos en poner el dedo en la llaga de su fracaso en las legislativas francesas: para ahorrarnos la admisión de sus legítimas victorias. Valls es un ejemplo más de cómo los catalanes utilizamos las derrotas ajenas para curar las heridas de nuestras propias derrotas y de cómo utilizamos el humor para poner distancia entre aquello en que consideramos que España hace el ridículo y el hecho de que todavía seamos incapaces de liberarnos, convirtiéndonos en doblemente ridículos. Somos el tipo de gente que llena Twitter de memes del estado ocupante porque, desde el pedestal de nuestra superioridad moral, nos negamos a entender que sus vergüenzas son también las nuestras.

Cada vez que creemos que los ridículos españoles nos legitiman o nos convierten en vencedores, huimos de la responsabilidad colectiva de liberarnos

Valls ha fracasado en Francia, pero Barcelona no tiene un alcalde independentista. Ada Colau dejó Twitter con el rabo entre las patas, pero vuelve a presentarse y, con un poco de suerte, caerán cuatro añitos más de comuns en el gobierno de la ciudad. Ciudadanos tiene seis diputados en el Parlament, pero con esos seis le ha bastado para forzar a Junts y ERC a pactar con el PSC y los comuns el fin de la inmersión lingüística formal con la excusa de que "curricular no quiere decir vehicular". El auto del TSJC en el que se ordena aplicar el 25% de castellano en las aulas está lleno de faltas ortográficas, pero las horas de catalán de tu hijo, que consume youtubers en castellano, ya las han recortado. Al ejército español se le estampan los paracaidistas en las farolas, pero tienen un ejército con soldados paracaidistas. "¿Y la europea?": nos hizo tanta gracia el ridículo de Rajoy, pero Europa lo ha permitido todo. Somos negacionistas de los fiascos porque cargamos un peso histórico que nos deja el ego lastimado y recubrimos cada derrota con una película de ingenio e ironía para protegernos de aquellas verdades que nos lo lastiman más.

Esta actitud de cuñado gracioso es raíz y consecuencia de un mundo imaginario en el que lo que está bien vence a aquello que tiene la fuerza para vencer, donde tener razón es más importante que entender cómo funciona el poder, y ser incapaz de conseguir algo que te acerque a tus objetivos se redime por las incapacidades de quien te los niega. Es la mentira perfecta para no tener que hacer aquello que dices querer hacer porque en este mundo inventado todo acaba cayendo por su propio peso y ser paciente es más útil que ser audaz, aunque estés en caída libre mientras practicas la paciencia. Es la estrategia de quien rehúye la realidad porque prefiere vender que la política y las naciones funcionan con los astros, como el horóscopo, pero en el fondo sólo simula acorazarse con los escudos como una legión romana porque dejarse tocar visiblemente el nervio del amor propio otra vez lo empujaría a una confrontación de la cual no quiere pagar el precio. El problema de este autoengaño es que no protege del sedimento psicológico y espiritual que supone acumular fracasos, sólo priva de la base necesaria para atreverse a leer los hechos y estar dispuesto a asumir las consecuencias. Cada vez que creemos que los ridículos españoles nos legitiman o nos convierten en vencedores, huimos de la responsabilidad colectiva de liberarnos, porque pensamos que la razón lo hará autónomamente y le confiamos nuestras derrotas. Manuel Valls ha perdido las elecciones legislativas francesas y Barcelona tiene una alcaldesa española.