El lunes estuve en Madrid por primera vez. Fui pensando que encontraría algo que me hiciera entender mejor al pueblo español y el orgullo con el que abrazan la capitalidad de Madrid. Volví con un profundo sentimiento de vergüenza que no nacía de ningún sentimiento de inferioridad, al contrario. Me esperaba —porque diuen, diuen, diuen— volver a casa con algunos sentimientos contradictorios, alguna crítica a la sucia y decadente Barcelona de ahora, y el complejo nuestro que generan los señores engominados y fumadores, de traje y corbata, cuando tú llevas las espardenyes de vetes en la mochila. Madrid y el pueblo catalán se entienden a través de una relación de complejos que quise borrar del mapa para interiorizar la ciudad de una forma más personal. Al hacerlo, incomprendí esta autoestima frágil que los catalanes abrazamos de manera casi patriótica. Si Madrid es lo que nos hiere, somos tan blandos que no merecemos que deje de herirnos.

En Madrid está el núcleo de un poder político que nos gobierna sin representarnos y eso nos hace sentir pequeños. El error es hacer pasar esta pequeñez política por pequeñez espiritual

La forma fácil de explicar esta relación en la que quien tendría que ser admirado admira a quien tendría que ser admirador, es reducirla a las circunstancias. La economía, el turismo, es que Colau, es que allí las terrazas, es que el Hermitage, es que nos pasan la mano por la cara. Todo eso, que puede ser más o menos cierto, es acotar la verdad a los hechos para esconder el conflicto de fondo: durante siglos, Barcelona se ha querido ganar la capitalidad material de un estado que no es el suyo porque la nación catalana no ha sido capaz de dotar la ciudad de la capitalidad política completa. Y ahora que en lo material hay quien considera que Barcelona o ya no es lo que era o no es todo lo que podría ser, admiramos unos cafés con leche y cuatro rascacielos para no atacar las raíces de lo que nos duele de verdad: en Madrid hay un Ministerio de Defensa. Y uno de Exteriores. Y uno de Medio Ambiente. Allí está el núcleo de un poder político que nos gobierna sin representarnos y eso nos hace sentir pequeños. El error es hacer pasar esta pequeñez política por pequeñez espiritual, por una pequeñez que nos lleve a admirar tanto aquello que deseamos para nosotros que nos haga olvidar que es la causa de nuestra asimilación. Les pasa a los políticos catalanes en Madrid, cuando pisando un par de alfombras del Congreso y pidiendo una tortilla tibia en el Bar Manolo sienten que están en el punto más alto del poder. En su pequeñez, se agarran a este poder sin miramientos porque son incapaces de imaginar un poder propio que les haga sentir así de grandes. Difícilmente alguien renuncia a lo que le hace sentir poderoso para luchar por aquello que sus complejos le impiden imaginar, y por eso todavía estamos donde estamos.

Nos definimos a través de los términos que han querido que nos definan porque tener el poder también quiere decir poder escoger cómo se ven los que están sujetos a él

De Madrid me fui avergonzada porque comprendí que nuestros problemas de autoestima nacional nos impiden entender el mundo tal y como es, crean un espejismo, y, desde el espejismo, todo aquello que somos queda siempre por debajo de todo aquello que son ellos. Nos definimos a través de los términos que han querido que nos definan porque tener el poder también quiere decir poder escoger cómo se ven los que están sujetos a él. A veces cuesta saber si nos vemos mediocres, cobardes y prosternados porque nos comparamos con lo que querríamos ser y creemos que podríamos ser porque en algún momento de la historia ya lo hemos sido, o si lo hacemos porque es producto de la opresión y el escenario perfecto para quien lo ejerce a fin de que la sigamos tolerando. Entre las aspiraciones y los complejos hay dos maneras de entender la catalanidad, pero sólo una tiene la clave para acabar con el síndrome Madrid.