Los que tenemos entre veinte y treinta años nacimos en una Catalunya que ya no existe. Somos hijos del 3XL, del Polònia, del Barça de Guardiola, de los anuncios de Estrella Damm, de una inmersión lingüística que, por lo menos, existía formalmente, del procés, de los días históricos, de las performances cada 11 de septiembre. También somos los de las dos crisis, los cansados, los tristes, los desesperanzados, la generación sin futuro que no tendrá ni lengua ni país para traspasar a sus hijos, los desengañados, los que hemos visto como el sueño catalán se rompía delante de nuestros ojos y como el gobierno que un día defendimos ejercía de acusación cuando juzgaban a nuestros amigos. Somos una generación de jóvenes abocada irremediablemente a la nostalgia, porque la sensación es que hoy de todo aquello sólo queda un desierto. Un desierto yermo y árido, donde parece que hacer algo nuevo ni sea posible ni valga la pena. Una autonomía vacía, una lengua empequeñecida, y un proyecto de país inexistente. Aquí estamos, y cuesta pensar que pueda haber algo más allá.

De este escenario me interesa especialmente el papel que han jugado y todavía juegan las juventudes de los partidos que nos han cogido de la mano y nos han llevado hasta donde estamos. Las inquietudes políticas vienen con la adolescencia y lo hacen con una virulencia que en muchos casos pide ser canalizada a través de una estructura organizativa, vale. En las juventudes de los partidos se aprende a trabajar en equipo por un proyecto común, a entender la mecánica del funcionamiento de la organización y que, en política, como en la vida, hay quien te aplastaría para conseguir sus objetivos. Es un compromiso de entrega de tu tiempo libre a una causa que en aquel momento te parece la mejor, porque cuando todavía no tienes todos los proyectos individuales claros, los colectivos te parecen los únicos.

Una autonomía vacía, una lengua empequeñecida, y un proyecto de país inexistente. Aquí estamos, y cuesta pensar que pueda haber algo más allá

Hay un momento de la historia, sin embargo, en el que todas estas legítimas aspiraciones se tuercen y se convierten en otra cosa. Generalmente, va con la edad y con la voluntad de dedicarse activamente a la política, de convertirla en una carrera laboral, aunque a menudo hay quien lo hace gratis y a cambio de nada. Ya no te sale a cuenta el pensamiento crítico y estar siempre en el bando perdedor en caso de confrontación interna. Por eso desaprendes a pensar solo. Sabes que, si no lo haces, corres el riesgo de descubrir que ya no estás en el lugar indicado. Si quieres seguir trepando, te toca aprender a tragar sapos, y con tragar sapos me refiero exactamente a tragarte el argumentario de la mayoría dentro de la organización, que es lo que te garantiza la supervivencia. Es así cómo se explica que haya jóvenes que prefieren dejar el cerebro en pausa hasta que les expliquen qué tienen que pensar y cómo lo tienen que explicar. Eso también pasa con los adultos, dirás. Claro. Hay una diferencia primordial, sin embargo: cuando eres adulto, tienes criterio y lo tienes bastante más entrenado que cuando eres adolescente o joven. Aprendes a pensar, aprendes a decir lo que piensas e incluso aprendes a decir lo que no piensas y a mentir de la mejor forma posible. Ya no tienes el mecanismo del pensamiento tierno y, por lo tanto, ya no puede ser deformado.

La única solución del momento actual que se nos ha ocurrido hasta ahora ha sido esperar a que aparezca una nueva quinta de políticos. Ahora, si la nueva generación de políticos tiene que surgir de entre los jóvenes que regurgitan el discurso del aparato de partido cuando toca defender que se han cargado la inmersión o de entre los que son incapaces de combatir el chantaje emocional de los indultados y de los exiliados para hacer autocrítica... todo esto no solucionará nada. La única diferencia entre el ahora y el mañana será que habrá nombres nuevos, quizás nuevas formas de vender la mercancía. Necesitamos a gente que piense lejos de todo esto, porque, si no, mi generación será un calco de la generación que nos ha llevado hasta aquí. Habrá otro desierto y ya no nos quedará dinero para perder en cada empresa, ni muebles para vender en cada legislatura, ni lengua para legar a nuestros hijos. Cada vez que veo a un joven con iniciativa para hacer lo que esté en sus manos para contrarrestar el desierto, nace un oasis.