Cada fin de semana vuelvo a La Garriga para ver a mis amigos y a mi familia. Volver a la cuna es mi manera de obligarme a tener los pies en el suelo, porque me habla de lo que es esencialmente importante y de lo que me queda cuando no soy la Montserrat Dameson que escribe en El Nacional, cuando no recibo el hate de Twitter, cuando soy yo de verdad porque no pretendo ser otra cosa. En La Garriga, mi cabeza deja de ser una lata vacía donde resuenan mil voces y vuelve a ser una lata donde repica una piedrecita en solitario. Clac, clac, clac. Este estado de lucidez, el más parecido a tomar café después de una siesta épica, es el estado en el que pienso mejor. Es un estado en el que el "has visto la entrevista de este", el "has leído el artículo de aquella", el "te has fijado en que este ahora escribe peor" o el "para seguir escribiendo tienes que estar más abierta al sufrimiento", no pueden tocarme. Ni a mí, ni a los míos. Toda esta Catalunya, la Catalunya del ruido, es cubierta con una sordina y puesta al baño María hasta el lunes que viene.

Sin saber de dónde vengo no podría luchar por imaginar a dónde vamos, porque sin mi experiencia individual no entendería lo común ni el valor que tiene

Como quien apaga la radio para aparcar mejor, en silencio se ve todo más claro. La noción de país se ensancha, las palabras vuelven a tener el significado que les quiero dar porque quien las recibe escoge las suyas con una pauta parecida, los referentes vuelven a ser concretos y únicos y el bosque del Malhivern, el Passeig o el santuario de Puiggraciós son mi Eixample. Cuando estoy en el pueblo, mi materia gris hace una hiperreducción involuntaria de la idea de país y todo lo que es particular dota de significado lo que es grande. En silencio otra vez, puedo oír a mi amigo Carles hablando de la faceta patrimonial del Corpus en La Garriga, puedo ver a mis compañeros de infancia organizándose para subir a la Patum, puedo leer bajo el porche el libro de Melcior Comes, puedo acompañar a mi madre a comprar mató al mercado. Sin el silencio no podría entender el ruido porque no entendería su origen. En todo este ruido, cada uno defiende su noción de país porque quiere proyectar su idea más íntima. La nación empieza y acaba en la intimidad, porque lo que nos vincula colectivamente no es más que una extensión de todo lo que individualmente nos hace sentir de donde somos, empezando por la lengua y acabando por los nísperos que recogiste el domingo pasado con el abuelo. O viceversa.

Cuando vuelvo a Barcelona tengo la sensación de que voy a librar una batalla. La contaminación acústica que estos días se debate me atraviesa menos que la confrontación sobre lo que somos, lo que queremos ser, lo que ya no seremos nunca más y lo que tenemos que hacer si queremos seguir siendo. En todo este ruido, donde yo soy una piedra más dentro de la lata, en esta reyerta de nombres e ideas que son para mí mis estancias en la ciudad, sin cuna y sin silencio, ya habría desertado. No me quedarían motivos para hablar, no me quedaría intimidad para defender y no me quedaría nada por lo que morir, las únicas cosas por las cuales vale la pena vivir. Sin saber de dónde vengo, no podría luchar por imaginar a dónde vamos porque sin mi experiencia individual no entendería lo común ni el valor que tiene. Vuelvo a La Garriga como quien va a Montserrat a resolver una crisis espiritual, como quien se agarra a la mano de una madre para ser guiado, como quien busca los brazos de un padre para ser envuelto. Si el ruido me impide escucharme, vuelvo a casa para oír mi voz.