Hace 24 años que trato con hombres. Desde que tengo vida, básicamente, y un padre y dos hermanos. Mi mejor amigo de la infancia era un hombre. Soy heterosexual y ahora mismo vivo con tres compañeros de piso, todos hombres. Un poco, poco o mucho, quiero pensar que empiezo a conocer los talantes de las personas con las que no comparto género, y siento que la llegada de la edad adulta me ha dado el empujoncito final para acabar de definir el dibujo. Yo he conocido a los hombres, sobre todo a los que, como yo, son heterosexuales, y puedo decir que los feministas son los peores. He aprendido a desconfiar de los hombres que blanden la banderita lila, porque blandirla es la primera excusa para dejar de hacer el trabajo que les toca hacer. Su bandera lila es nuestra bandera roja, porque quien dedica esfuerzos a asegurarse de que desde fuera todo el mundo lo percibe como un aliado, debajo de la alfombra lo tiene todo lleno de mierda y ni se ha dado cuenta.

Me cuesta mucho saber cuándo critico la catalanidad desde la catalanofobia interiorizada y cuándo lo hago desde el saber que lo mejor que se puede hacer por la catalanidad es destruirla, parafraseando a Pau Riba a mi manera. En este caso, sin embargo, se me hace inevitable pensar que este feminismo institucionalizado —poco más que un escaparate— es un síntoma más de la tesis que en este país lo explica todo: a los catalanes nos excita el simulacro, porque el simulacro garantiza apoyo social sin correr riesgos. Es así como opera la vida política y es así como operan muchos de nuestros conciudadanos en su vida, también con lo que supone ser feminista. Joan Ramon —un personaje de autoficción— dice en su biografía de Instagram que tiene dos hijas, Laia y Marta, también dice que le gusta mucho montar en bici y el perfil lleno de fotos de las paellas que hace los domingos en familia. Joan Ramon no dudará un segundo en compartir imágenes pixeladas de color lila el 25 de noviembre y el 8 de marzo para demostrar a todo su entorno que es una persona ejemplar y un tío como Dios manda. Desgraciadamente, Joan Ramon tampoco dudará un segundo en enviarte una fotografía de su pene. Como Joan Ramon, a más pequeña o mediana escala, hay muchos. Hombres con artículos publicados en digitales diversos hablando de feminismo que, a la hora de la verdad, serán unos manipuladores. Militantes de izquierda indepe que te hablarán de cuidados en la primera cita y serán unos maltratadores psicológicos. Abanderados de la revolución de la empatía que te forzarán a follar sin condón. La parte fea del simulacro, claro, sale cuando rascas un poco, porque debajo del simulacro siempre está la farsa. Son estafadores de las apariencias, carteristas de las primeras impresiones, engatusadores sociales.

Mis feministas son los buenos porque lo son en silencio. Ni publicitan sus éxitos en la deconstrucción, ni eluden la responsabilidad y la revisión de sus errores, que, como todo el mundo, tienen

Mis feministas son los buenos porque son los auténticos. De hecho, seguramente muchos de ellos no se considerarán feministas en el sentido mainstream del término, que, como la mayoría de palabras que se utilizan demasiado, se acaba gastando. Cuando la cosa empieza a ir de horóscopos, batucadas y de imitar el maquillaje de los personajes de Euphoria para empoderarnos, es que se ha viciado. De esta transición de las ideas a la purpurina, lo más tramposo es pensar que aquellos hombres que validan la "purpurinización" de las ideas son más feministas que los demás. Es mentira y es peligroso, porque en nuestra infantilización, en nuestra relegación, una vez más, a temas que se consideran femeninos, y en nuestra ceguera, nacida de pensar que la cosa ya está hecha porque en las radios hay programas con mujeres y "de mujeres", ellos vuelven a ganar.

Mis feministas son los buenos porque lo son en silencio. Ni publicitan sus éxitos en la deconstrucción, ni eluden la responsabilidad y la revisión de sus errores, que, como todo el mundo, tienen. Son los que desprecian el simulacro y rechazan la farsa. Son los que, de entrada, parten de la base de que a mí se me tiene que tratar como un ser humano, como una mujer adulta y como una persona inteligente. No sé si son feministas o si se sienten así, seguramente algunos de ellos rechazarían la etiqueta, pero no se les ocurriría ni tratarme como una niña pequeña ni pensar que el mundo que tengo delante de los ojos se me tiene que explicar, o que me tienen que proteger. Mis feministas han entendido cuál es su papel, y cuál es el mío, y que no les tengo que dar las gracias por haberlo hecho, porque es lo que les toca.