"Yo es que no miro Eurovisión". De acuerdo, persona que pasa los sábados por la noche leyendo a Schopenhauer. Yo sí miro Eurovisión y este año España llevó a una olesana a cumplir. Chanel quedó tercera. Al hacerlo, queriéndolo o sin querer, muchos de los que el resto del año no tocarían una bandera española ni con guantes puestos se sintieron más protegidos que nunca. A veces, el afán de ganar alguna cosa pesa más que las convicciones y los principios, pero el sábado en Turín había algo más que eso. No era solo la sed de victoria, culpa del desierto nacional que, como catalanes, hace que nos arrimemos a la primera fuente que encontramos para saciarnos. Eran la debilidad de ganar y de hacerlo al estilo Chanel: dejando a los vencidos con ganas de que les pises un poco más la cara. Sin Estado y sin triunfos propios, los catalanes tendemos a proyectar nuestras ansias de éxito y olvidamos que haciendo nuestras las conquistas españolas, elegimos ser un poco más conquistados aun, porque elegimos ser representados.

Los complejos, como los tópicos, siempre esconden una migaja de verdad. Que los catalanes somos unos perdedores es una fijación que cuesta combatir, teniendo en cuenta que, incluso una vez rendidos, hemos sido capaces de institucionalizar la llorera y hacerla mercancía. Que esta verdad nos acorrale tanto como para que sea imposible de abandonar si no es para abrazar la españolidad, no es ni hambre de triunfar ni semilla de cambio espiritual: es sentimiento de inferioridad, el último peldaño en la interiorización de la sumisión. Si a eso sumamos el peso de sabernos estereotipados como puritanos, aburridos, quejicas, austeros y, en resumen, la tía viuda de las naciones ibéricas, el resultado es que el día que una catalana vestida de torera sale a mover un precioso muslamen en Eurovisión y a ondear la bandera española, queremos hacérnoslo nuestro. Pero quitarnos las taras desde la españolidad no solo es querer eliminar las taras, también es querer decapitar las virtudes. Es querer llenar la catalanidad de lo español porque somos incapaces de llenarlo de lo que consideremos bueno sin pasarlo por el filtro de la sumisión. Es no poder imaginarnos como nación si no es viéndonos reflejados en quien nos oprime.

Ser o no ser español intermitentemente es una relación de conveniencia donde España gana dos veces: en el objeto que provoca tu adhesión a su victoria y en tu adhesión a su victoria, que no es más que la legitimación indirecta de tu pertenencia a su Estado

Para tener triunfos propios hace falta trabajar para conseguirlos, ser consciente de las consecuencias del fracaso y estar dispuesto a asumirlas. Esta fraternidad catalana con España cuando gana alguna cosa por el mundo contiene la cobardía de quien quiere vencer sin hacer el trabajo de vencer por él mismo. Ser o no ser español intermitentemente es una relación de conveniencia donde España gana dos veces: en el objeto que provoca tu adhesión a su victoria y en tu adhesión a su victoria, que no es más que la legitimación indirecta de tu pertenencia a su Estado. Si el carácter catalán dejara alguna vez de ser el pez que se muerde la cola de las derrotas —somos perdedores porque no ganamos nunca y no ganamos nunca porque somos perdedores— y fuera capaz de eliminar sus taras sin eliminar sus virtudes, queriendo y buscando parecerse a su ideal más que parecerse a España, quizás acudiría a Eurovisión una catalana de muslo fuerte y buenas caderas, enseñando más o menos el culo pero ondeando una senyera.