Nuestros políticos han sido espiados. Quiero pensar que la noticia no sorprendió a casi nadie, teniendo en cuenta que el Gobierno siempre está dispuesto a pagar el precio que haga falta para mantener su unidad territorial. Nos han pegado, nos han encarcelado, nos han condenado al exilio y, mira por dónde, también nos han espiado. Las redes hervirán de indignación, los telediarios irán cargados de todo esto el tiempo justo y, finalmente, llegará el silencio. Es el silencio de quien entiende que sus maniobras políticas lo convierten en cómplice, en víctima y verdugo. A base de investiduras, de presupuestos y de pactos aquí y allí, los que han sido espiados no han hecho más que blanquear su propio espionaje y sembrar la indiferencia entre los que tendríamos que convertir la indignación en algo más que un gesto. El resultado es un proyecto político deformado por el miedo que, en el fondo, es la descripción más breve y precisa de cómo los catalanes han entendido la noble tarea de la liberación nacional los últimos trescientos años.

Cuando te deformas para no cobrar, ya estás cobrando. Es la diferencia entre resistir la asimilación y negociarla. Esto último te obliga a legitimar las renuncias que quiere quien de entrada codicia que renuncies a ser, y, por lo tanto, nunca creerá que has claudicado lo suficiente. Hacer política intentando negociar nuestra asimilación no es resultado del procés, es consecuencia directa de ser una nación sin estado en un estado que ha entendido la importancia que tiene ser propietario de Catalunya. Los catalanes hemos sido auténticos negociadores de la supervivencia siempre que ha hecho falta y esta vez hemos entregado nuestras renuncias decoradas con un lazo amarillo, intentando traficar alguna década más de tranquilidad.

Negociar la asimilación siempre tiene sus colaboradores y, mientras episodios como el Catalangate se encargan de hacer brotar las gesticulaciones más exageradas y las sobreactuaciones más indignadas, por la puerta de atrás renunciamos a aquello que nos hace ser casi sin ni despeinarnos

La semana pasada se estrenaba en Netflix Los herederos de la tierra, basada en una novela de Ildefonso Falcones. La serie, en castellano, pasa en una Barcelona medieval donde todavía no se hablaba castellano. Que se nos invisibilice para llegar a más gente o en nombre de un realismo pervertido, de una mentira, como es el caso, es nuestro pan de cada día. Que la deformación llegue tan lejos que TV3 ponga pasta para que eso sea así, desgraciadamente, también. Negociar la asimilación siempre tiene sus colaboradores y, mientras episodios como el Catalangate se encargan de hacer brotar las gesticulaciones más exageradas y las sobreactuaciones más indignadas, por la puerta de atrás renunciamos a aquello que nos hace ser casi sin ni despeinarnos. Pronto a España no le hará falta espiarnos porque sólo seremos un decorado.

Toda esta teatralización la aderezaremos con unos cuantos libros más escritos por políticos y nuevas biografías romas y yermas de nuestras figuras, que estarán en las paradas de Sant Jordi del próximo año sin falta y nos servirán para "cargarnos de razones", como si no hiciera siglos que ya estamos bien cargados. "Cargados de razones" y pronto descargados de nación, de lengua, de cultura —de singularidad, de todo aquello que nos hace ser catalanes y no otra cosa. Porque los costes de no enfrentarnos a quien, como mínimo, nos espía, no son sólo que nos vuelvan a espiar. Son aceptar las condiciones que dictan para nuestra existencia y, por lo tanto, son la deformación que convertirá nuestra figura en otra cada vez más parecida a la suya, asimilada, y menos parecida a aquella a la que nos gustaría convertirnos.