El "cobardones" de María Dolores de Cospedal me hizo pensar en la sensación que se tiene cuando un hermano al que insultas diariamente es insultado por otra persona. Tratando de no caer en la trampa de explicar por qué no somos cobardones con mentiras de vencido como "los cobardones que pusieron en evidencia al Estado" o "los cobardones que volverán a hacerlo", examiné cuál era la parte de aquel "cobardones" que me provocaba un calambre en el estómago. Hay un cierto sentimiento de injusticia porque, como en cualquier generalización, se hace pasar la parte por el todo, pero esta es la función de los tópicos y es justo dejarlos trabajar. Existe la erótica del poder de quien disfruta humillando al vencido y también existen las ganas de reafirmarse como vencedor. Todo esto sólo te afecta si formas parte del colectivo que compró el libro de Francesc-Marc Álvaro, Per què hem guanyat, lo leyó y se lo creyó. Es decir, sólo te afecta si has renunciado a ser crítico con la retirada y aun piensas que en este país queda alguien con una pizca de poder político trabajando por la independencia. En cambio, si has sufrido el desengaño que ha supuesto vivir cada renuncia política como un sabotaje moral, el calambre se explica por el látigo de la verdad sobre la frustración y la impotencia enquistadas.

El adjetivo 'cobardón' duele porque el ejercicio de esta cobardía incluye la complicidad de parte del movimiento independentista como ingrediente necesario, y esto transforma una generalización maliciosa en una certeza descorazonadora

Cobardones los hay. Son cobardones los que viven con el terror de convertirse en una reserva india, pero apañan la nación con decretos que incluso el PSC llena como quiere. Son cobardones los que han vuelto al debate sobre la ejecución de la inversión del Estado en Catalunya sin despeinarse. Son cobardones los que se agarran a cualquier fruto —si los hay— de las negociaciones con Madrid para justificar ser la muleta del gobierno de España. Son cobardones los vampiros de la retórica que, habiéndole chupado toda la sangre, no han podido combatir "la gestión del mientras tanto" porque, en el fondo, no tenían otro proyecto diferente. Son cobardones, en definitiva, los que han renunciado a hacer algo hasta el final, porque poniendo los problemas del país en el centro, haciendo piruetas y amputando el conflicto nacional que lo impregna todo, han podido seguir haciendo el papel de políticos independentistas. El adjetivo duele porque el ejercicio de esta cobardía incluye la complicidad de parte del movimiento independentista como ingrediente necesario, cosa que transforma una generalización maliciosa en una certeza descorazonadora.

Cuando la urgencia de la desaparición sea lo bastante fuerte para quebrar la cobardía y hacer evidente que, en nuestra posición, eludir los sacrificios no es una opción, los sacrificios ya no servirán de nada. Si nos relacionamos con nuestro proyecto político desde el trauma de la derrota, la opción más sensata y económica políticamente será seguir trabajando incansablemente por la nada hasta que el tiempo, el universo o una bruja hechicera nos otorguen mágicamente otra oportunidad. Pero no tenemos tiempo, y confiar la supervivencia del país a un hipotético cambio espiritual propulsado por el reloj es una ilusión caprichosa. La urgencia es ahora, y a María Dolores de Cospedal le interesa tenernos atados a los traumas porque sabe que la mejor forma de paralizarnos es convertirnos en nuestros propios estereotipos. Un cobardón deja de serlo cuando las únicas alternativas que le quedan son ser valiente o morir y, como la nuestra es una muerte lenta, hay quien todavía piensa que nos queda un mientras tanto para gestionar, una alternativa al coraje que no existe. En cada mientras tanto somos más débiles y por cada pirueta somos menos y si esperamos que el tiempo quiebre nuestros miedos, el país se nos escapará entre los dedos como la arena de playa.