El presidente Aragonès ya no sabe qué más hacer para llamar la atención. Estas semanas de precampaña han sido un desfile de despropósitos para ocupar titulares, para no pasar desapercibido. Confunde la discreción —un gran don, como bien sabe Salvador Illa— con la irrelevancia, y ha decidido revestirse de un tono más agresivo, incluso más gamberro, para sacarse de encima la sombra de hombre gris. Desengañémonos, "trolear el PP siempre es un placer" es una sentencia digna de crío recién salido de la Acampada Jove que cree que cambiará el mundo con una Xibeca en la mano. Es un tono curioso porque, hasta ahora, ERC se ha encargado de salvar la falta de carisma de Aragonès revistiéndolo de institucionalidad. Aunar un discurso de precampaña punzante para ganar relevancia y la ventaja de hacerlo desde la presidencia puede salir por la culata: en vez de potenciarse, esas dos intenciones pueden cancelarse.

Bombardear a la opinión pública con propuestas de referéndum pactado u ofrecer un debate a Puigdemont e Illa, sirve para marcar una agenda política alejada de la fiscalización de su gobierno

Aragonès quiere hacer todos los papeles del serial porque, en el fondo, no sabe cuál es su papel. Quiere reivindicar la bandera institucional porque es consciente de que lo diferencia del resto de candidatos. Al mismo tiempo, sin embargo, entiende el riesgo que comporta no ser "nada más que el presidente" cuando se acercan elecciones, esto es, ser la persona a quien se le puede colgar el sambenito. Bombardear a la opinión pública con propuestas en torno a un referéndum pactado, por ejemplo, u ofrecer un debate a tres al presidente Puigdemont y al candidato Illa, sirve para marcar una agenda política de precampaña que no se base en la fiscalización de su gobierno. Cualquier debate aparentemente nuevo le sirve para enmascarar las carencias de su legislatura. El presidente Aragonès se ha asomado a esta estrategia porque piensa que matará de un tiro los dos pájaros que le acechan: ponerse en el centro de la agenda —conseguir que una mayoría notable de catalanes lo considere un candidato serio—, y borrar la sensación general de que no ha sido capaz de resolver ninguno de los grandes problemas que enfrenta el país.

El presidente Aragonès y su partido saben bien que han tenido que recurrir a un viejo truco convergente para destacar: la épica

Dejando de lado el debate sobre cómo de moralmente aceptable —y legal— es valerse de la Generalitat de Catalunya como muleta electoral, la verdad es que, hasta ahora, los paquetes políticos surgidos de este tejemaneje tampoco han logrado hacer orbitar la precampaña a su alrededor. El presidente Aragonès y su partido saben bien que han tenido que recurrir a un viejo truco convergente para destacar: la épica. "El gobierno  español decía que no a la amnistía, y hoy es una realidad. Ahora dicen que no al referéndum, pero en ERC lo haremos posible. Imposible no sale en nuestro diccionario", bramaba el presidente. O, como dijo Rosa Peral, "lo imposible solo es un poco más difícil". El problema de acudir a este tipo de sonsonetes es que solo sirven de papel de embalar, pero el regalo es el mismo que ofrece el procés desde hace doce años: recorridos que nacen muertos porque dependen de la voluntad política de los españoles. Parecen urdidos expresamente para encargarle informes a Joan Ridao y tenerlo entretenido. Tanto el fondo —apostar por vías muertas— como la forma —utilizar un discurso moderadamente independentista solo cuando se acercan las elecciones—, tienen por consecuencia el desgaste de la idea de independencia como posibilidad real en la cabeza de los catalanes —si es que todavía puede desgastarse más.

Sin nada para reivindicar como victoria política y mucha mierda que esconder, regresa al discurso sobre el conflicto nacional de puntillas, para que los votantes no olviden que es uno de los suyos

El presidente Aragonès persigue la relevancia en precampaña porque no ha conseguido ganársela desde el Gobierno. Huele a prisa, a desesperación y a un complejo de inferioridad con los convergentes que siempre ha llevado a ERC a tomar decisiones desde el resentimiento. Aragonès ha pasado los últimos tres años queriéndose ganar la medalla de buen gestor, de político que trabaja para el país sin hacer aspavientos y de hombre del "mientras tanto". Se ha enclaustrado en la gestión de las migajas autonómicas y no le ha salido bien. Ahora que no tiene nada para reivindicar como victoria política y sí mucha mierda que esconder bajo la alfombra, regresa de puntillas al discurso sobre el conflicto nacional, para que los votantes no olviden de que es uno de los suyos. Uno de los nuestros, vaya. El presidente Aragonès vendería su alma por una corte que lo venerara como la de Puigdemont en Elna, para ser noticia como él cuando sale a pasear la pompa. Querer llamar la atención sin otro propósito que la notoriedad siempre ha sido el camino más rápido hacia el ridículo.