Así como la pandemia nos ha trastocado la percepción del tiempo y no recordamos con exactitud si hace dos o tres años de las cosas —como si nos hubieran robado estos últimos 24 meses—, también la adultez nos difumina los veranos hasta convertirlos en uno único y consecutivo, como si todos fueran lo mismo. Como si de un solo trazo, la vida hubiera hecho un sprint y ahora fuera cuesta abajo. En la infancia, la montaña rusa sube y va despacio, con tiempo para contemplar el paisaje. En la madurez, todo va hacia abajo y da vértigo y cuando te quieres dar cuenta, el viaje empieza a acabarse.

Hoy en día, la verbena de San Juan lanzamos el primer petardo y antes de que estalle ya estamos en la Diada. La mecha quema rápido. Pim pam. Eso que cuando éramos perqueños era largo, ahora nos pasa volando y no sabemos si es que el tiempo va más rápido que antes —casi a la misma velocidad que sube la temperatura del planeta— o si es que cuando crecemos los relojes del mundo se ponen de acuerdo para hacernos la puñeta y hacer competiciones de velocidad contra nuestra voluntad. Quizás la Tierra gira más rápido, vete a saber.

Los veranos de infancia eran eternos y vistos en perspectiva parecen todos el mismo

Sea como sea, verano es tiempo de desayunos sin prisa, con tenedor y cuchillo. De los planes a última hora y de cierto caos en casa, que el orden es cosa del frío y la rutina. Es la época de la fruta dulce y las bicicletas. De la arena en la planta de los pies y las conversaciones con amigos en la terraza hasta bien entrada la madrugada. En verano cuando sale la luna todavía puede saludar al sol y entre los dos generan la luz dorada de los meses sin erre. Es momento de conciertos al aire libre y de excursiones cerca del mar. De playa y brisa. De los yayos en el huerto y baños interminables. Un helado, un beso salado, una ducha bien fría. Un café con hielo, el kayak aparcado en la playa.

De niños, con el primer cohete empezaba el verano. La verbena marcaba el calendario más que la meteorología y los astros. Acabar las clases y comprar unas bombetas era todo uno. En uno de aquellos pequeños quioscos montados para la ocasión todo era fiesta: un trueno, una fuente y unos voladores, de aquellos que silbaban. Cerrábamos los libros de estudio y abríamos la puerta de la vida. Los veranos de infancia eran eternos y vistos en perspectiva parecen todos uno. Como si las otras estaciones se hubieran evaporado dentro de la memoria. Ropa tendida que, a pesar del sol, no se acaba de decolorar nunca del todo. Porque todo, dentro de nosotros, hace verano.