La escuchas y la vuelves a escuchar y no te lo crees. Parece mentira que una canción pensada hace tanto tiempo pueda parecer hoy escrita para nosostros, para ti, que como quien dice nada más acabas de llegar a mi paisaje vital y aun así ya formas parte de mi esfera emocional. Y es que a algunas canciones les pasa como al buen vino, que hasta que no transcurren unos años parece que no tengan sentido y sorprenden a la misma creadora. Las canciones crecen, se hacen mayores y se marchan de casa, como los hijos. Tienen vida propia. Una como compositora solo las empieza y, con los años, ellas solitas se acaban de cocer y toman mil formas. Salen al mundo, conocen gente, se adaptan al medio, buscan su camino y cada uno se las apropia a su manera. Ahora, esta ya te ha encontrado, pero con alguna pequeña diferencia fruto de los días y las noches reposando en la barrica. Cuando fue escrita tú no estabas y ahora parece tuya. Nuestra. Y no me la quito de los labios.

Dejemos que la canción continúe volando, que el vino madure. Es de buena cosecha, seguro que en unas cuantas lunas, cuando abramos la botella, encontraremos todo el sabor de este Mediterráneo tan nuestro que nos ha visto abrazarlo y besarnos y saborearemos el sol que calentó a su madre viña. Será dulce en boca, con cuerpo, un punto afrutado, de uno rojizo intenso y duro como la tierra que lo ha parido y tendrá un cierto regusto amargo al engullir, para recordarnos que nadie es perfecto. Desprenderá aroma de cereza y romero y será ligero en el paladar, que bastante peso ya llevamos nosotros en la mochila. La mochila... ¿cómo nos desharemos de ella? Un borracho no es un alcohólico y nos hará falta el juicio que la pasión no permite ni regala para beber en la medida justa, si es que hay justa manera de embriagarse. Sin embargo, alzaremos la copa, nos miraremos a los ojos y mis beberemos el amor de un trago. Uno solo.

Eso será cuando el vino esté maduro, ni antes ni después. Ahora, que descanse. Removámoslo de vez en cuando, que se oxigene. Mantengamos vivo el hábito de la caricia. Custodiemos el elixir. Permitamos que repose, pero sin que se duerma del todo, que no resulte que cuando tengamos sed ya esté rancio. Pongámoslo en la bodega, en la penumbra sin oscuridad, con un poco de luz, un poco de frescor y sin excesivo calor. Y si, aun así, pasan las primaveras y al mojarnos los lavios no reconocemos aquella uva que nos embriagaba, brindaremos por el privilegio de habernos conocido. Entonces no podremos sino plantar nuevas cepas —componer nuevas canciones— por si alguna de ellas, algún día, nos da buen fruto; por si alguna de ellas, al hacerse mayor, nos reencuentra con una copa vacía entre las manos y una voz por estrenar. Vendimiar el largo camino y brindar después con el dulce vino de nuestros pasos firmes.