Con la primavera no sólo llegan las flores y las abejas, ¡que ya podemos cuidarlas, ya!, siendo como son indicativos de nuestra salud. Es tiempo también de una de las mayores plagas del consumismo, un consumismo que, por otra parte, existe todo el año pero con picos de insoportable ligereza como el de ahora: la época de las comuniones. Picos que, curiosamente, están relacionados con la religión católica, como la Navidad o San Valentín, que ya me diréis vosotros cómo se come eso de que un santo se enamore si la Iglesia predica el celibato (y sí, he escrito predica y no practica expresamente y ya me entendéis).

Vaya de antemano que la creencia de cada persona merece todos mis respetos, al igual que su ideología o tendencia sexual, y que seguro que debe haber familias que con buena voluntad celebran la comunión con total y honesta coherencia. El caso es, sin embargo, que nos encontramos inmersos en una vorágine de vergüenza ajena. Por una parte, tenemos aquellos a quienes la fe no les importa demasiado, por no decir nada, pero que igualmente hacen hacer la comunión a sus hijos (sí, hacen hacer, imperativo) por la fiesta, el convite y todo aquello que sus amiguitos también la hacen. Por otra, nos encontramos a los que son creyentes, pero que predican poco con el ejemplo de humildad y austeridad de su dios y convierten la comunión en una especie de boda anticipada de la criatura.

Si eres la nota discordante que plantea que quizás nos estamos pasando, que tal vez es un poco inmoral gastarse el sueldo en blondas y joyas, entonces serás el ojo de todas las críticas

Nos desbordan listas inacabables de regalos ―el ochenta por ciento de los cuales, y soy generosa, innecesarios―, vestidos de marca como si el altar fuera una pasarela ―quizá lo es― y unas comidas interminables y caras. No hay margen para el disenso o tiempo para cuestionarse nada. Todo va rápido, tiramos millas y ¿dónde vas Vicente? pues para allá todos en rebaño. Salir adelante o entrar poco, en este juego, no es tarea fácil y tiene su coste. Si eres la nota discordante que plantea que quizás nos estamos pasando, que tal vez es un poco inmoral gastarse el sueldo en blondas y joyas, entonces serás el ojo de todas las críticas; eso sí, con la dignidad y la libertad intactas y oyendo los rumores por detrás de la espalda y nunca exactamente de cara, que la fiesta tiene que continuar.

Y allí están ellas, criaturas de 8 o 9 años (¡por favor!) sin saber exactamente por qué, con una cruz colgada en el cuello que si pesara lo que vale, el niño caería en seco al suelo, redondo. Niñas en la peluquería aguantando la lagrimita del dolor que les causa la trenza demasiado estirada o la cola tensada. "¡Aguanta, mujer, que mira qué guapa quedarás!". ¡Sí, claro! ¡Toca aguantar por el qué dirán si no la haces, porque los padres quieren fardar, por lo preciosa que te dejaremos (como si ya no lo fuesen, por sí mismas, bonitas a esta edad), porque la tradición te empuja, porque hay que hacer la primera comunión!

A veces pienso que ojalá llegue el día que se pueda hacer la última comunión y no se obligue más a los menores a comulgar con ruedas de molino, a peinarse a la moda, a vestirse de diseño, a tener más regalos de los que puede asimilar, a no poder salir del círculo de una sociedad que ha perdido el norte y que convierte ilusión en competición, en base a unos principios que predica pero no practica, como aquello que decía al principio, ya me entendéis.