Todavía hay un pequeño misal en la mesita de noche, lleno de polvo. Por viejo y por decepciones. A la vejez, de vez en cuando, se le puede pasar un trapo y quitarle el polvo. A las decepciones, no. Quedan inertes, arraigadas sin tierra. Vestir santos no siempre es una opción de vida. A veces, es la vida misma quien se desnuda delante de ti y te obliga a comprarle roba, abusando de tu benevolencia. Y los años circulan y te vas abrigando a base de capas, sin embargo, cuando te quieres dar cuenta, ya tienes dentro el frío. En las narices. En los huesos. En las vísceras. Un sombrero de lana y la familia que se va muriendo demasiado joven. Una rebequita ajada por los codos y los sueños que se van oxidando demasiado pronto, como un simple hierro a la intemperie, y cuando vuelves a mirar el calendario, ya es tarde y hemos cambiado de siglo.

Encima de los muelles de un somier que ya no chirría se derrumba un colchón de lana en el que, como buenas hermanas, dormíais juntas. Como juntas durmieron antes, de pequeñas, vuestra madre y mi yaya. Crianzas de posguerra en las que los vínculos de sangre se unían a los del hambre y creaban vínculos indestructibles, a prueba incluso de las bombas fascistas. En el cajón del tocador, pétalos de flores y pelo de antiguos entierros familiares envueltos en un plástico desmesuradamente amarillento y resquebrajado. Demasiadas décadas de soledad acumulada. Ahora, no sabemos si juntarlos con trocitos de vuestro ramo funerario o si quemarlo todo junto y que el humo se eleve y os ayude a flotar por encima de tantos sacrificios obligados, de tantos esfuerzos sobrevenidos. Muchos de ellos solo por el hecho de ser mujeres. Por ser mujeres nacidas en una época donde la palabra feminismo no resonaba por ninguna calle y el día a día de una soltera de aquella generación estaba escrito en los dogmas de la dictadura y de la Iglesia connivente.

Para una niña de Tortosa tener dos tías viviendo en Barcelona era todo un acontecimiento. Como una modernez de la que fardar cuando jugabas con tus amigas del colegio a la hora del recreo. Poco sabía entonces de vuestra injusta historia, del exilio de la orilla del río hacia la capital. Emigrantes de una existencia que no os trató bien ni lejos de casa, cuando más falta hace. Recuerdo cada postal de colores que enviabais por todos y cada uno de los santos y cumpleaños. Cada regalo original y divertido que entonces en las tiendas del Ebre no habríamos encontrado. Cada tren que llegaba a la estación teniéndoos como viajeras y como bajabais al andén de un pequeño salto, vosotras y vuestra maleta minúscula. Ahora paseo por vuestra casa, hoy ya silenciosa y llena de cartas de amistad y de fotos en blanco y negro de una época que se desvanece, y me descalzo para leer el dietario. No querría aplastar nada frágil, ni despedazar ningún recuerdo. Ando de puntillas sin hacer ruido. Espabilar en exceso la nostalgia es un pequeño riesgo que, sin embargo, vale la pena correr.

Por nuestras tías, que podríamos haber sido cualquiera de nosotras si nos hubieran parido un poco antes

Físicamente siempre fuisteis poquita cosa, como dos pajaritos. Supongo que encogeros era vuestra manera de defenderos: si somos pequeñas tampoco podrá caber, ya, más tristeza. Quizás era el peso del pasado o de las ucronías, que os oprimía lentamente. Quién sabe... Por suerte, sin embargo, a pesar del poco espacio, todavía hubo mucho sitio para nosotros, sobrinos, primas, viajes, celebraciones, conversaciones bajo el parral y luz de atardeceres. Una membrana de melancolía transparente os envolvía a menudo, pero teníais la cabeza bien alta y ante la vida os manteníais de pie, a pesar de vuestros zapatos del número 36. Todavía ahora no sé cómo podíais mantener el equilibrio encima de una superficie tan increíblemente pequeña. Los pies dejaron de creceros a medida que la familia se encogía. Se paró el tiempo también en vuestro piso y en las estancias cerradas hemos encontrado, enrarecida, toda la vida que se os hurtó. Nunca conoceremos todo lo que no pudisteis vivir. Ilusiones que, supongo, preferisteis compartir solo entre vosotras dos y que tan solo podemos intuir entre la alegría de saber que, de algún modo, todavía estáis y la rabia de no haber podido hacer más.

La tía de Serrat no tenía más hijos que los hijos de sus hermanos. Vosotras, ni eso. Las coronas mortuorias de vuestros hermanos llegaron antes de que fuera posible, alterando la ley de vida que se ensañó con vuestros padres, que les sobrevivieron, y que os dejaron solas y sin descendencia. Eso, no obstante, no fue impedimento para que los vecinos de arriba, durante décadas, os dijeran afectuosamente las yayas, a pesar de no tener nietos. Sabíais haceros querer y ellos os supieron cuidar, conscientes de que teníais la tierra y la familia lejos. Las personas mayores un día fueron jóvenes, con energía y con sueños. A menudo, cuando envejecen nos olvidamos de ello. A mí siempre me parecisteis las tías más modernas, guapas y cultas. Dentro de mi mirada erais mayores pero nunca fuisteis viejas del todo. Quién sabe si por eso me ha sorprendido vuestra muerte, con tan pocos meses de diferencia, aunque por edad todo parecía indicar que la hora os llegaba.

Todavía no sé cómo puede pesar tanto vuestra ausencia si está vacía

A pesar de la vaga melancolía que os sobrevolaba, también os acompañaba un conformismo rebelde, una especie de resignación revolucionaria, una actitud de dignidad, una sonrisa bajo las arrugas, unos ojitos traviesos. Teníais una geografía esencial dibujada en el pecho, a caballo entre el Ebro y Barcelona, una fineza de espíritu, una cultura catalanista por parte de padre y por parte de madre (que ya puestos eran primos, para acabar de unirnos a todos en parentesco perpetuo), los dos tortosinos, como toda nuestra estirpe. Si se tirara del hilo, encontraríamos vuestro nombre ―Maria Cinta y Liseta― en la etimología de la palabra bondad que siempre irradiasteis. El vuestro y el nombre de tantas otras como vosotras.

Por todas nuestras tías, aquellas mujeres inteligentes que chocaron con un techo de cristal en la edad en que podían empezar a despuntar, aquellas mujeres que se tuvieron que resignar en el momento en que tenían criterio para combatir y amar, mujeres con futuro que se encontraron casadas sin quererlo del todo o solteras y estigmatizadas o teniendo que follar sin ganas o teniendo ganas pero no pudiendo porque les tocaba quedarse para vestir santos. Por ellas, que sin quejarse tuvieron que amoldar su felicidad a los cánones que la sociedad de la época les había deparado. Que parecía que habían nacido a destiempo. Por ellas, que podríamos haber sido cualquiera de nosotras si nos hubieran parido un poco antes. Por ellas y el silencio que tuvieron que guardar en el mismo cajón que los bordados.

Como en la canción, la tieta un dia s'ha de morir, més o menys com tothom, se l'endurà una grip cap al forat profund... y Serrat tuvo razón. Merecisteis más de lo que el destino os ofreció y, sin embargo, manteníais afilado el coraje y la bondad. Y sin embargo, todo el afecto que os profesamos, deseamos que sea lo bastante buen compañero para este nuevo y final viaje que acabáis de emprender y que nos deja más huérfanos y con más polvo acumulado en los muebles de la historia. Todavía queda mucha libertad por alcanzar. Todavía no sé cómo puede pesar tanto vuestra ausencia si está vacía.