Hay dos palabras con las que empiezan bastantes de nuestras tertulias con amistades, familiares o compañeros. Con ¿te acuerdas? Tenemos siempre la certeza de acertar el tema de conversación, de conseguir sonrisas, de encabalgar diálogos. Dar repaso de los momentos vividos es sinónimo de conciencia. De retrospectiva. De saber quiénes somos y de dónde venimos. Como decía Artur Bladé i Desumvila, los recuerdos son la única riqueza verdaderamente nuestra, el único tesoro que nadie puede robarnos. Y no le faltaba razón al escritor de Benissanet, sin embargo, ¿seguro que nadie nos los puede tomar?

¿Cómo debe ser no recordar quién eres? ¿Que todo aquello que has vivido y te ha forjado como ser humano quede en el olvido, escondido en un cajón de tu cabeza que no puedes abrir, porque no solo no sabes cómo llegar, sino porque, suponiendo que lo supieses, también has olvidado dónde guardabas la llave? Es entonces cuando las personas de tu alrededor son las únicas que te pueden definir. Las que conservan tu legado a base de vivencias, las que saben que eres porque fuiste. Ellas tienen el libro de tu vida lleno de fotos y texto. Tu dietario, en cambio, a pesar de explicar la misma historia, está en blanco.

Olvidar a la gente que has amado. No reconocer a la gente que te quiere. Ser incapaz de recordar vivencias compartidas con ellos. Mirar el álbum y no encontrar ningún rostro conocido. Confundir épocas vitales. Mezclar imágenes. Mezclar personas. El tesoro de Bladé saqueado. Y no solo los gozos íntimos se borran cuando el cerebro flojea, también como sociedad nos roban la memoria si perdemos los orígenes y blanqueamos la barbarie o miramos hacia otro lado. Aquellos que no pueden recordar el pasado están condenados a repetirlo, explicaba el filósofo norteamericano de origen español, George Santanyana. Porque una cosa es que una enfermedad se lleve tu pasado y la otra que malintencionados ejércitos de mezquinos borren, con cinismo y cuchillos, principios esenciales.

Reescribir la historia y que la mentira repetida cien veces se convierta en una falsa verdad se combate con memoria latente. Con libros. Con lectura. Hacer latir en la pupila del corazón los amores que nos han marcado se consigue con tinta indeleble y mirada honesta. Con raíces

Los últimos libros que me han llegado a las manos tienen la memoria como principal personaje y acaba teniendo incluso más relevancia que los nombres propios que aparecen. Llamémoslo amor, de Marta Vives; Todos los colores del negro, de Jordi Borràs; Un hotel en la costa brava, de Nancy Johnstone. Son relatos que evocan, textos que tienen la historia como protagonista y dentro de aquella remembranza viajamos, que el verdadero viaje se hace en la memoria, como bien sabía Proust. Nos trasladan a unas vivencias que querríamos volver a pasear, a bifurcaciones llenas de hierbas, a ucronías imposibles, a un pasado que no se tendría que repetir, a paraísos destruidos que serían luz antes de que la realidad apretara el interruptor de la oscuridad.

Reescribir la historia y que la mentira repetida cien veces se convierta en una falsa verdad se combate con memoria latente. Con libros. Con lectura. Hacer latir en la pupila del corazón los amores que nos han marcado se consigue con tinta indeleble y mirada honesta. Con raíces. Siendo conscientes de que somos aquello que vivimos y aquello que habitamos, con más o menos destreza. Por eso los árboles genealógicos son importantes, los familiares y los emocionales, que toda persona amada es también familia, casa, refugio. Conocer los orígenes. Llegar al fondo, allí donde nacen las entrañas.

Si borrasen el disco duro de nuestro cerebro y nos pusiesen una vida nueva, vacía, diferente. ¿Quiénes seríamos, entonces? En los ¿te acuerdas? está el antídoto. La poción que nos arraiga. La narrativa que tapa las goteras y alimenta el compromiso. Recordar es querer vivir, repetir la estima, derogar el odio. Transitamos un mundo loco que da saltos en el tiempo, a menudo sin red. Los libros nos lo hacen presente y nos son abrigo. Sus páginas navegan por los años y construyen un relato común, individual y de humanidad. Por eso Gerard Vergés escribía: Recuerdo tantas cosas. Y me doy cuenta de que dentro del cuerpo tengo más recuerdos que vísceras. De golpe comprendo que el hombre es la memoria.