El poder enferma a las personas, pero como no está considerado oficialmente una patología, no se le busca cura, y eso que presenta una sintomatología y una diagnosis bastante visibles. El tratamiento es de mala aplicación porque normalmente el paciente no reconoce el problema, por lo tanto no se quiere curar de nada. Entonces, ves por los despachos espectros arrastrando el alma, enfermos de tanto dar órdenes y de querer que se les obedezca agachando la cabeza. Personas mediocres con complejo de inferioridad. También personas inteligentes que lo son tanto que acaban siendo capaces de engañarse a sí mismas, de convencerse e intentar convencer a los otros de que aquella que toman es la mejor decisión, que tienen la razón. Personas que pasan de persuadir a manipular, de tener el prestigio a preferir la fama.

El poder es una droga. Va directa a la sangre y al cerebro. Cuanto más se tiene, más se quiere consumir y entonces se es capaz de hacer daño a quien más se quiere, de hacer lo contrario de lo que se defendía y de encontrar, además, las palabras exactas para justificarlo: que el error es tuyo por no entenderlos bien, no de ellos por no explicarse lo suficiente o por haber cambiado extrañamente de opinión. Quieren gustar siempre y entran en una espiral que los autodestruye, a menudo sin darse cuenta de ello, y otros se sienten encantados. Se vuelven malpensados y también a menudo, mentirosos. Viven en mundos paralelos. Aceptan pactos o toman decisiones que criticarían si estuvieran en la oposición. Se alejan de su gente de siempre y se acercan a nuevas amistades peligrosas y acaban creando un ecosistema propio que los engulle sin tiempo a digerir.

El poder hace perder perspectiva. Hay quien se emborracha y pasado un tiempo de resaca lo supera. Otros ya se han convertido en alcohólicos de difícil pronóstico. El poder tiene más fuerza que el dinero y que el sexo y si se juntan los tres factores, entonces la enfermedad se vuelve casi incurable. El expresidente de Uruguay, el gran Pepe Mujica, decía que el poder no cambia a las personas, que solo revela quiénes son en realidad y a Abraham Lincoln se le atribuye la frase que dice que si de verdad quieres conocer a un hombre, dale poder. Sea porque ya lo llevaban dentro y el poder solo los saca a la luz, sea porque no eran así pero han cambiado, el deseo de control saca a pasear las sombras de los más brillantes. Porque todos nos podemos equivocar, la diferencia se encuentra en el 'cómo'. Cómo gestionas el error, cómo tratas a tu gente, cómo te miras al espejo.

El poder hace que las personas pasen de persuadir a manipular, de tener el prestigio a preferir la fama

El poder te regala los oídos, te rodea de una corte de aduladores que te lo aplaude todo a pies juntillas, cegados primero e interesados después. Una corte de ratas: son las primeras al abandonar el barco cuando las cosas pintal mal. Si alguien se atreve a plantearle al poderoso la posibilidad de escuchar más o la hipótesis de que se haya podido equivocar, entonces ese alguien es echado o decide marcharse, agotado y decepcionado. Si aquellos eran ratas, nos encontraríamos aquí delante de un grillo —Pepito Grillo—, la conciencia que le dice a Pinocho que tenga cuidado con la nariz y le recuerda que, al fin y al cabo, es de madera y en cualquier momento podría ser quemado por su Gepetto.

Ya lo dijo el comisario Jaime Barrado en la última frase del documental Las cloacas del Estado: “el sistema es tan corrupto que expulsa a los decentes”. Porque la corrupción no es solo meter la mano en la caja. Es también dejarse secuestrar el cerebro por el poder y su erótica y no querer que se pague el rescate, que allí dentro se está muy bien. Es mirar por encima del hombro. Olvidar las raíces. Tratar con arrogancia. Desgastar los principios. Alimentar el ego. Entonces te planteas hasta qué punto es posible cambiar realmente las cosas desde dentro si una vez entran, muchos de ellos se mimetizan con el sistema que habían prometido cambiar y que en realidad los ha cambiado a ellos. Los ha enfermado. La alta política es una secta y, algunos desde hace años, otros más recientemente, se han dejado abducir. Conviven con ella y su séquito, y lejos de quererse salir se sienten cómodos. Un síndrome de Estocolmo que recorre los pasillos nobles. Ya lo dijo Manuel de Pedrolo: "Nada tendría que ser tan triste para una persona inteligente como utilizar argumentos que no le convencen, pero que le sirven".