Todavía no se lo he dicho a nadie. De momento, sólo me lo explico a mí misma, en voz bajita, de vez en cuando, para asegurarme de que es verdad lo que siento, pero sí, el diagnóstico es bastante claro: me he vuelto más intolerante al ruido. A veces, el griterío te puede venir de muy cerca sin que nunca antes te hubieras dado cuenta y, de la misma manera que a veces los árboles no nos dejan ver el bosque, tampoco el rumor de fondo nos permite siempre escucharnos suficiente. Ahora, que el mundo se ha detenido —aun no dejar de girar— hemos acercado la oreja y agudizado el oído.

Así, casi de repente, como un san Pablo iluminado cayendo del caballo, en medio de este desconocido silencio del nuevo mundo, te das cuenta de que hay voces que no eran tan imprescindibles y palabras que tampoco se echan tanto de menos. Se te revelan nuevos ruidos, escuchas una nueva mirada de la mano de personas genuinas y te descubres hablante mientras sola en condicional y mirando al futuro (podría salir bien...), recordando aquella historia que era un pretérito rematado (simple, pero perfecto) y también conjugando lo presente, después de haber discernido las interferencias, para ser consciente de los sonidos cotidianos que antes quizás te pasaban desapercibidos y con los que ahora haces las paces.

Y sí, ahora los sismógrafos sólo captan la vibración de la tierra misma, sin intrusiones, la esencia de la vida. Oigo llover, gotas diminutas contra el cristal. Siento el aire, viento afilado contra las gotas. Oigo reír, alegrías sinceras contra el incierto. Oigo campanas, repiques ferrosos contra el cielo. Siento pena, tristezas amargas contra la vida. Siento olores, tierra mojada contra el campo. Oigo decirte que las escamas de mi piel ya no tienen sal de tu mar. Oigo un silencio y no es el tuyo.