El rumor de la gente empieza a llenar el Palau Sant Jordi. Sí, desde los camerinos os oímos llegar y, lo confieso, sacamos la nariz a escondidas para ver cómo vais entrando. Cada uno desde el rinconcito que encuentra. Cada uno gestionando la emoción como puede. Vuestras caras de ilusión mientras os vais sentando son el primer indicador de que el momento se acerca. Faltan dos horas para el concierto. Llega un poco de catering para no cantar en ayunas, pero no hay demasiada hambre: tenemos el estómago lleno de mariposas y, por los pasadizos de las entrañas del palacio, en las miradas que nos entrecruzamos se perciben primaveras libres.

Ejercicios para calentar la voz. Maquillaje para que las cámaras nos vean más bonitos, mandarinas del Ebre que he recogido para todos para cargarnos de energía y asustar a los constipados. Sonrisas y bromas. Concentración y silencio. Alguna copa de vino. Un vaso de agua. Lluís pide un café de los suyos que la imprescindible Àngels le ha traído bien preparadito desde el Empordà en un termo. Y vuestro rumor que crece al mismo tiempo que disminuyen los asientos vacíos. Último repaso de partituras. El director musical, Carles Cases, nos va haciendo guiños a todos, detrás de las gafitas. Él y su elegante chaleco. Un maestro como pocos. Se acerca el momento. Memorizar el guion. Cerrar los ojos. Y, sobre todo, disfrutar. Salir y ser felices y haceros felices también a vosotros. Porque no somos nada si no estamos con vosotros. Que no somos si no estáis con nosotros.

Se encienden las linternas de los móviles y la piel de gallinita aparece a cada peldaño que Lluís sube de las escaleras que lo devuelven a un escenario

Se apagan las luces. Se encienden las linternas de los móviles y la piel de gallinita aparece a cada peldaño que Lluís sube de las escaleras laterales que lo devuelven a un escenario, quince años después. Su silueta se intuye entre el griterío que se pone de pie. Minutos antes, nos hemos abrazado medio temblando, no sabemos si de frío o de emoción. Y llega el momento de saludaros también nosotros desde el escenario y vamos subiendo todos mientras aguantamos el aliento y acariciamos con las suelas del zapato las hojas de otoño que el mismo Lluís Danés ha esparcido por tierra. La escenografía fue cosa suya y gracias a él lucimos como lo hicimos, cuidados por un diseño que nos permitió ver todo el concierto desde arriba. La mejor vista posible. La retina imborrable.

Volveremos a casa al ritmo del latido de un país pequeño que quiere ser para caminar. Y si hoy hablo de amor es para deciros que gracias: por venir, por estar, por la complicidad. Por gritar todos a una que lo riu es vida y hacernos sentir invencibles en una comunión necesaria que, a pesar de no solucionarlo todo, nos resarce de demasiada pandemia y tanta miseria partidista y nos demuestra que somos y que la revolución es un poco más posible si no dejamos de estirar fuerte por aquí y por allí. Ni que fuera solo por habernos podido cantar y abrazar ya valió la pena la velada, que la casualidad quiso que fuera una noche de luna llena, como aquella en que Pere Quart remontaba la carena. Una resaca emocional que me durará de por vida.

Quizás sí sea cierto que solo nos hace falta un deseo de amor, un pueblo y una barca. Quizás sí que no era eso, compañeros, y que aquello que hace poco cantábamos a los otros ahora también vale —desgraciadamente— para algunos de los nuestros y tal vez por eso a veces canto triste porque no era eso, compañeros. No, no lo era, pero intentaremos hacer que lo sea. Y mientras todo eso nos llega: ¡vida! Puño arriba, apuntando hasta allí donde duerme la luna blanca. Lágrimas cuello abajo y miradas de reojo para compartir aquello que sabemos irrepetible. Una voz que no se apaga, aunque haya decidido no volver a usarla en un escenario. Un retorno que al mismo tiempo es despido. Que tinguem sort. Que tengas suerte, Lluís, en la serenidad de tu atardecer.