Una alegría no compartida se pierde. Una tristeza vivida en soledad parece más grande. Sin embargo, hay veces que hay que digerir en silencio y soledad para no hacer crecer la pena explicándola en voz alta, si no, parece que se hace más grande a medida que la nombras, como una avalancha que te acabaría enterrando justo cuando empezabas a sacar la cabeza. Si callas, en cambio, quizás no existirá más. Lo que no se dice quizás no ha pasado.

El móvil se ilumina. Aparece un nombre largamente amado que escogió desaparecer hace tiempo y que tú has hecho lo imposible por olvidar. Es un mensaje de Whatsapp. Sólo con el sonido, sin embargo, sin ver el nombre, ya sabes quién es: todavía tienes un tono personalizado para esa persona. Una corriente eléctrica te recorre el espinazo y un montón de recuerdos se amontonan en la sala de espera cerrada a cal y canto. Sin abrir el teléfono lees el texto con la pantalla todavía bloqueada. ¿Qué tendrán las desgracias que reparan puentes que parecían ya intransitables? ¿Qué tendrán algunas personas que son capaces de morir matando y después resucitar como por arte de magia, como si fuera un superpoder, para reaparecer como si nada hubiera pasado? Y respondes al mensaje medio de mala gana sin saber si te estás dirigiendo al afecto que había o a la distancia que ahora hay. Sin saber si quien te escribe es consciente de que una golondrina no hace verano y que acordarse de alguien no convalida el olvido previo. Que no se puede respirar y engullir a la vez. Que la palabra nueva, por sí sola, no puede borrar los daños causados por el viejo silencio.

Tendría que haber una colección de recuerdos amargos allí donde acaba la desmemoria que nos proteja de nuevas avalanchas

Dicen que el tiempo lo cura todo, pero incluso él tiene un límite. ¿Se puede herir confiando en que el simple paso del tiempo lo sanará? ¿Hasta dónde se puede perdonar sin bajar excesivamente el umbral de la dignidad y la esperanza? Hay pianos que han parido las más bellas melodías pero que por maltrato y abandono se han marchitado. La vejez los desafina y antes de volver a acariciar sus teclas se tienen que restaurar. No se le puede pedir la música de antes al abandono de ahora sin primero haberle, como mínimo, sacado el polvo.

Debe haber algún lugar perdido en el que el afecto y la herida se desdibujan y pueden convivir, donde los puentes efímeros creados por la tristeza de la desgracia compartida perduran. Para no tropezar dos veces con la misma piedra, tendría que haber una colección de recuerdos amargos allí donde acaba la desmemoria que nos proteja de nuevas avalanchas. Algunos paraguas no tapan lo suficiente y algunos retrovisores parecen indestructibles. Es difícil andar con pies de plomo por encima de la nieve.