Se nos educa en una falsa eternidad de las cosas, como si todo tuviera que durar para siempre y, lo que es peor, como si el hecho de que no fuera así supusiera un drama. Se penaliza el error como si no fuera precisamente de las equivocaciones que se aprende y como si crecer no quisiera decir evolucionar (después habría aquellos que se aprovechan de esta máxima para ir cambiando de principios en función de sus intereses, haciendo buena aquella frase de Groucho Marx). El sedentarismo y la seguridad están sobrevalorados pero mientras eso no lo descubrimos, nos van fagocitando. Escapar de esta rueda, al principio tiene unos costes elevados que, eso sí, vale la pena pagar. La libertad no tiene precio.

Todavía acabando de salir de la adolescencia, tienes que escoger unos estudios que se supone que te llevarán a dedicarte profesionalmente siempre a lo mismo. A mediados de carrera (o módulo o lo que sea) encuentras una pareja y después del primer beso ya te hacen pensar en el ajuar y más te vale acertarla a la primera porque tendrá que ser hasta que la muerte os separe. El trabajo lo tienes que encontrar cerca de casa y será un trabajo y un sueldo que te acompañarán durante el resto de tu vida laboral y la casa donde vives también es inamovible, con hipotecas más largas que un día sin pan, porque parece ser que nunca te mudarás a ningún sitio más. Y así, ir pasando los días y los años.

Creces rodeada de historias hermosamente perpetuas que te envuelven en una vida que quizás no es exactamente la tuya

Creces rodeada de historias hermosamente perpetuas que te envuelven una vida que quizás no es exactamente la tuya. Más bien es la de todo el mundo. Y patada hacia arriba. La enfermiza obsesión para convertir en perdurable aquello que es finito es una de las principales causas de insatisfacción. Percibir como una derrota aquello que es una vivencia pasajera, bloquea la posibilidad de permitir vivir muchas y varias experiencias con la paz, el silencio y la pasión necesarios. Aquello temporal no es sinónimo de inestable y es insano querer aferrarse a un mundo ideal construido sobre los fundamentos arcillosos del 'para siempre'. Como mínimo, hay que admitir la posibilidad de que las decisiones puedan ser coetáneas y no ancladas.

Si la ropa de cuando éramos pequeños ya no nos va bien, quizás tampoco no nos sirven los sentimientos que entonces teníamos, las compañías que creíamos para siempre, las certezas que soñábamos. Sí, se puede cambiar de trabajo, de ciudad, de casa, de pareja, de amistades y el mundo donde se acaba, simplemente recomienza. Si la vida es un viaje, entonces somos nómadas por naturaleza, que las raíces y los sentimientos admiten ser trasplantados con más facilidad de lo que les permitimos y hay que ser felices con nuestra imperfección de belleza enigmática.