Es agradable tener a alguien a quien buscar con la mirada. Eso puede cambiarte un día entero. O la vida entera. Vivir es fácil, cuando amas. Es bonito tener un recuerdo al que acudir cuando quieres refugiarte de la intemperie del mundo. Eso te permite transformar la realidad al instante nada más cerrando los ojos. A veces, también, simplemente con la mirada abierta al horizonte. Dejar entrar la luz. Dar el paso. Mirar adelante, sin juzgar, sin temor. Una sonrisa congelada en la memoria. Una puesta de sol. Una carta en el buzón. Una canción en bucle. Es agradable, sí, mirar una foto y viajar.

El añorado poeta tortosino, Gerard Vergés, solía decir que para hacer una buena traducción lo que hace falta en realidad es dominar tu propia lengua y no tanto el original del que quieres traducir. La primera vez que me lo dijo me sorprendió un poco y dudé incluso de si sería cierta la afirmación. Con el tiempo he descubierto, sin embargo, que el amigo Gerard tenía razón, como siempre que abría la boca o hacía correr la pluma sobre un papel en blanco. Del mismo modo, a pesar de que parezca lo contrario, en el mundo de los sentimientos es más esencial querer que que te quieran. De hecho, lo primero lleva a lo segundo, como conocer el catalán te lleva a poder hacer buenas traducciones de otros idiomas. Primero, conocer tu lengua. Amar, antes que nada. Todo empieza en uno mismo, como decía Ovidi. Sí, porque queremos. Ya lo expresó en el siglo XIII el médico y traductor barcelonés, de religión judía, Jafudà Bonsenyor: "ama a quien no te ama hasta que te ame". Observar la realidad para transformarla.

El 2020 habrá sido el año de los balcones, de los no abrazos, de la fragilidad, de los pequeños estraperlos, de los cafés por teléfono

Dentro de un tiempo, cuando miremos atrás y observemos el 2020, lo primero que nos vendrá a la cabeza de este año que ya se acaba será la Covid. Sin embargo, no hay que olvidar que antes existió un temporal llamado Gloria que hirió de muerte el Delta del Ebro y que la actualidad sanitaria, económica e informativa le pasó por encima al cabo de poco, pero que el daño sigue allí, hundiendo unos milímetros cada día la tierra de nuestros abuelos y bisabuelos. El virus dichoso lo ha copado todo y todo lo ha cambiado, ¡a nosotros!, que nos creíamos ser vete a saber qué generación invencible y avanzada. Y pienso en los jóvenes y niños, en que yo puedo gestionar la añoranza con cierta madurez, pero ellos se están perdiendo la vivencia todavía no vivida que les haría poder añorar después.

Volveremos la vista y será el año de compartir un café por teléfono, de las reuniones con pantallas, de los no abrazos. De los balcones. El año del silencio inmenso y jubiloso de la Naturaleza, del cambio de paradigma, de descubrir que los humanos no sólo no somos imbatibles sino que la fragilidad nos rodea más de cerca de lo que pensábamos. Como los buitres a la muerte. Como las abejas a la flor. Miraremos atrás y habrá sido el año de las videollamadas y las mascarillas, de la incertidumbre y las dudas, de los sanitarios y maestros, de la cultura castigada, de las personas mayores sufriendo —otra vez ellos— las peores consecuencias. De la injusticia. De la solidaridad.

Habrá sido el año de valorar las pequeñas cosas, de los pequeños estraperlos, de besos con la boca pequeña. De un Sant Jordi en julio, de un invierno sin Navidad, de un verano sin medida y de una esperanza intermitente y de entre toda esta amalgama surgirán siempre las personas con luz propia, que han emergido de entre las inesperadas tinieblas para brillar y hacernos brillar cerca. Paradójicamente, los momentos difíciles pueden hacer aflorar las relaciones más fáciles. Hacer evidente la transparencia de la autenticidad, destapar los secretos nacidos para ser compartidos. Engullir una lágrima y que la sal te queme la garganta. Afilar las emociones. El placer de una conversación interminable porque tampoco había tanta prisa como nos habían querido hacer creer. El elogio de la lentitud. La alabanza de la amistad. El misterio de la vida misma. La importancia de los detalles. Ya lo cantaba el amigo y guitarrista Amadeu Casas, tristemente fallecido hace dos días: el viento se hace palabra, si la palabra se convierte en gesto.