Hay momentos tan íntimos que no tienen fotografía que los ilustre, ni falta que hace. La pupila retiene la emoción, alarga la caricia. El instante que haría falta para enfocar la imagen o apretar el disparador robaría tiempo a la vida que al mismo tiempo huye y late, precisa y exacta. En aquel ahora y aquí, los ojos resbalan poco a poco por el momento presente, como una gota de lluvia se pasea por el cristal de la ventana. Expresamente lenta, la mirada atesora de un vistazo cada rincón y cada respiración para después, quién sabe cuándo, volver a pasar la película por el cinemascope del retrovisor humano y saborear el regusto dulce del gozo de haber sido inmensamente feliz una tarde de enero, en un espacio concreto, con una compañía única. No había tiempo para sacar la cámara, ni hacía falta: la foto ya estaba dentro de los ojos, en aquel rinconcito justo de pupila donde bailaba el fuego de la chimenea. Allí, brotaba la verdad.

Vivir el presente es también imaginarte a ti misma como venida del futuro vislumbrando la escena que tu yo de hoy contempla e intentar ser plenamente consciente mientras la vives, como aquel que llega a una nueva ciudad y lo observa con la mirada limpia, ávida de certezas y calles por estrenar. El ojo humano es capaz de detectar luces y sombras que el obturador de una cámara, por perfecta que sea, no puede captar. Quizás por eso, a menudo, no hacen falta fotografías. La vivencia perdura en la retina del corazón, aquella que nunca se vuelve miope, o a la memoria olfativa, aquella que siempre que la inhalas te transporta al pretérito perfecto del subjuntivo azaroso y viable de la infancia.

Mirar una fotografía antigua es como aquel cuadro de Dalí: la persistencia de la memoria, lleno de relojes blandos sin prisa ni hora

En otras ocasiones, en cambio, el hecho de encontrar una vieja foto en el fondo de un cajón destapa toda una retahíla de recuerdos que parecían borrados o incluso nunca vividos. La fuerza de una imagen, imprimida en papel o tatuada en el pulso, puede transportarte a años luz, rescatar planetas dormidos, sumergirte en una escalera de caracol sin barandilla. Aquella energía es un cielo abierto, una evasión. Aquella imagen evocadora es la persistencia de la memoria, como el cuadro de Dalí, lleno de relojes blandos sin prisa ni hora. Hacemos fotografías para capturar el tiempo, para atrapar el alma. Escribimos para hacer realidad la memoria. Para reavivar la experiencia y hacerla tangible. Vivimos para devolver todo aquello que nos es dado.

Más tarde, con complicidad y ternura, miraremos al cielo y nos quedaremos en silencio, con la gratitud de los inocentes y la humildad de los que renacen cada día. Debe ser bonito poder respirar sin tener que preocuparse por sobrevivir, sin embargo no me quejo: a mí me gusta más congelar un brindis justo cuando las líneas invisibles que dibujan nuestras pupilas se cruzan. En aquel vértice se destapa la vida. No me imagino un sitio mejor para estar que este, ni una compañía mejor que la tuya. Como dice el fotógrafo Henri Cartier-Bresson: No me interesa la fotografía, sino la vida.