De pequeña me gustaba pensar que existe un mundo paralelo. Una especie de universo coexistente al nuestro. Nosotros no lo sabemos a ciencia cierta y ellos no nos conocen del todo. Pero aquí estamos. Y pensaba también, de niña, que allí es donde debe ir a parar todo lo que sentimos y pensamos y queremos decir y queremos hacer pero que no acabamos de sentir, ni pensar, ni decir, ni hacer. Por temor, por el qué dirán, por desconocimiento, por cobardía... La lista es larga y nos merma la libertad.

Seguro que debe haber un mundo paralelo a este, me repetía con voz bajita. Un mundo donde entran y de donde salen energías para ver cómo nos va por aquí, en la Tierra. Era también una manera de creer que lo que no nos permitimos sentir, pensar, decir o hacer no se pierde del todo, sino que alguien, en este universo paralelo, lo guarda en un cajón para cuando se nos dé por recuperarlo y ser, por fin, nosotras mismas. Mientras tanto, alguien más le saca provecho. Un préstamo. Sería una especie de dropbox de la prehistoria. Lo primero que existió, antes que la nube cibernética nos absorviera con pantallas, ordenadores, bluetooths, wifis y pendrives, que un día nos electrocutaremos, tanto cable y tanta conexión, todo estallará y ya verás tú como tendremos que recurrir al mundo paralelo para encontrar las cosas.

Los besos no se pierden, las distancias se salvan cerrando los ojos y no te abrazan nunca por última vez

Esa niña ha crecido. Esa idea también. Sigo creyendo en el mundo paralelo, simplemente que él también se ha hecho mayor. Como yo. Si hay justicia, en un universo paralelo seguro que los elefantes cazan reyes y los ríos trasvasan a humanos. La policía está al servicio de los oprimidos y no de los opresores y la justicia pone una venda en los ojos de los corruptos y fascistas. Veo, en este mundo paralelo, señales de tráfico de peligro donde dentro del triángulo hay personas, no aves, ni cabras. Ellas saben lo que es la libertad sin necesidad de atravesar la puerta interdimensional y buscar en el cajón. Por eso vuelan y saltan.

En el mundo paralelo los árboles talan hachas y los muertos no se mueren. Los besos no se pierden, las distancias se salvan cerrando los ojos y no te abrazan nunca por última vez. Allí, el tercer mundo se duerme cada noche sabiendo que los ordinales no existen. Allí, las palabras son ciertas y quieren decir lo que dicen: presos políticos o exilio. Ni más ni menos. ¡Ay, el mundo paralelo!, con lo que me han gustado a mí siempre las oblicuas y perpendiculares. Y así vamos haciendo, sin ser conscientes de que cada vez que recuperamos un instante de vida atravesamos puertas interdimensionales. Vamos al cajón aquel que decíamos antes y recuperamos la libertad. Y así vamos haciendo, agarrándonos a la intangibilidad, a un espacio y a un tiempo que no existen exactamente como tales, como si no podríamos cambiar la hora adelante y atrás sin que aparentemente pasara nada, aunque este fin de semana he tenido sesenta minutos menos para amarte y eso sí que me irrita, aquí y en el mundo paralelo.